Es la última del año. Mañana víspera de la noche más vieja, no toca aporrear las teclas porque es sábado, de ahí el anticipo del final.
Ni tiempo de hacer balance. Tal vez la semana que viene me ponga en faena.
Año viejo que dejas recuerdos imborrables, cambios insospechados, ilusiones incipientes.
Más canas que peinar, ahora con el cambio de prefijo, con buen ánimo y analíticas sin grandes preocupaciones. Cincuenta años dando guerra. Feliz de haber llegado hasta aquí.
Guindillas para el hocico por decir palabrotas.
Ni jarabe de cinturón, ni pantuflas en ristre, ni coscorrón en el colodrillo. A fuerza de limpiar la lengua, que sea la picazón corrosiva en el paladar, la que imponga penitencia. Remedios de botica para enmedar la conducta.
En estos tiempos de expiar conductas que se salen de la norma, casi toca hablar a escondidas de estos temas. No sea que un juez requerido a tal efecto, dicte sententicia.
Láminas de chocolate blanco,
fino,
que casi transparenta.
Como si fueras cortador de jamón,
hundes la hoja en el manjar,
que se corta como si fuera,
mantequilla.
Cuanto más fino,
más sabroso.
Láminas de dulce suave,
paladar que se divierte.
Soñar con chocolate,
es el comienzo del disfrute
cuando llegue el estado de vigilia.
El caso es dar y repartir. Que no se diga que no se da. Luego ya veremos de dónde sale, cómo lo justificamos.
Tiempos de cheques, pan para hoy y hambre para mañana. Pelota de partido de tenis en ciernes. Volverán los cantos llenos de reproches. Ya no vivimos en la calle, el mundo es una gigantesca red social y la piel es tan fina, que no darse por ofendido te hace muy raro. Tiempos extraños y líquidos, tal y como Bauman los definió.
Tejados persistentes
capas opacas de un oscuro,
que no deja traspasar
ni una brizna de luz.
Como una migraña
que funde a oscuro los días
y baja la persiana sin horarios.
Desde cuando es tan plomizo
el ambiente aquí,
sin termino medio.
Así andamos
a oscuras y nublados.
Reflejo.
Maná que fluye,
por la grifería neonata.
Por más que te hicieras de rogar,
ver cómo te decantas
por los sanitarios,
tan secos,
convierte en espectáculo,
algo tan corriente como habitual.
Ya queda menos,
para que mi nueva normalidad,
Se haga al fin, realidad.
Cual estandarte
cabeza de partida,
Referente único,
Manera de significarse.
Pendón personalísimo,
mascarón de proa,
imagen de marca.
Cual penacho que se luce,
el orgullo sale
en algún momento,
Solo falta adivinar,
por dónde.
Pacientes, el mundo es de los que saben esperar, porque ellos encuentran recompensas a su abnegada labor de aguantar en la espera.
Pero, ¿Se puede aprender a esperar? ¿La paciencia es una virtud innata o se trabaja? Tan sujetos como estamos a las tensiones de la vida, falta saber cuan estoicos somos para alcanzar la ataraxia, o al menos un grado de ella que nos permita ir por la vida con cierta soltura.
Cuesta creer que tengamos esa posibilidad, con esta vida de usar y tirar cada vez más sibilina.
Ansias de traquilidad. Pretensión y objetivo.
Pronto empiezas. Sacar partido y rendimiento, objetivo. Toca asueto, hacer parada, que la única sesión de ocio en las vísperas, es hoy.
Disfrute, aunque la mirada siga fija en la transición. Ya queda menos, ya casi está.
Nada como dejarse llevar. Dejarse sorprender, sin pensar qué puede haber un poco más allá, a la vuelta de cualquier recoveco. Lo importante es estar ahi, moverse. Es tan sencillo como buscar un único y simple cometido, plantearse un reto: estar siempre en ruta.
Sólo arrancando, ya has llegado. Éxito.
Soñé que tenía aletas, que las había comprado en un mercado de miembros cercenados, pugnando duramente con un chino, que quería quedárselas para hacer sopa en su restaurante.
Dos en vez de una, para ayudarme a transitar por las calles, anegadas de agua. También compré unos remos para mi coche, carente de tracción al despegar las ruedas del suelo. Pronto me cansé de mi improvisada trainera, que se movía más lenta que cuando lo hacía a motor. Mis enclenques brazos daban poca emoción a mis trayectos, consumidos a paso de caracol sin cuernos.
Con las puntas de los dedos siempre arrugados, sin apenas sensibilidad para reconocer cosas al tacto, con las manos siempre resbaladizas, incapaces de prensar nada como antaño. Poco a poco fuí descubriendo cómo mi cuerpo iba mutando en algo extraño, en una especie de Frankestein acuático hecho a pedazos, sin pretensión de experimento alguno.
De prontó desperté, en medio del silencio de la noche, sólo interumpido por el repicar de gotas de lluvia, golpeando el cristal de mi ventana. Desde mi escondite, oculto por el edredón, fijé la mirada en esas gotas, que tras caer como misiles, se escurrían lentas por la superficie transparente. Así me quedé dormido de nuevo, sin rastro alguno de ese tritón de andar por casa, en que me había convertido en mi sueño anterior.
Sabe el que no tiene lo que le gustaría tener. No siempre el que lo tiene, se da cuenta y lo aprecia. Sabiduría tan popular como cierta. De menos echa lo que otros tienen de más, o ni siquiera tienen, porque si no le dan ningún valor, es como si no lo tuvieran.Tener para no tener, qué desperdicio.
Más que la cuestión es la percepción. Más vale darse cuenta. Consciencias que dan dicha.
Qué debe sentir el camionero, cuando enfila rectas que no terminan nunca, de noche y a oscuras, sin referencia lumínica que no sea la de los faros proyectores de su propio vehículo, siguiendo las lineas pintadas en el suelo, guía imprescindible cuando la claridad escasea. Nada distrae más ni adormece que seguir el camino recto, siempre.
Rectas, monótonas, sinónimo de corrección según el contexto. Qué suerte, en cambio, no ser camionero vital y llevar una vida con curvas.
La última, a la vez que sorprendente, tiene un toque cómico que no por ello debe caer en saco roto. Un aristócrata histriónico y pintoresco y su cuadrilla, que no reconoce la república federal, a la cabeza del ultimo intento de contubernio en el viejo continente. Ni en las democracias más asentadas deja de existir riesgo de ruído de sables.
Nada está nunca lo suficientemente asentado como para no ser puesto en duda por alguien. Los derechos no se consolidan nunca, por ello nunca hay que dejar de pelear por ellos.
Involucionistas, retrógrados, nostálgicos, nunca dejan de campar, aunque no sea a sus anchas. Que no avancen, es tarea de todos, Malos tiempos para el conformismo acomodaticio de sofá. A la calle, a defender lo que se tiene.
Si ya en El Italiano, el cartagenero Perez Reverte hizo un intento por trasladar sus historias fuera de España, en el caso de Revolución, (Editorial Alfaguara), cubre de plano el objetivo, trasladando los hechos que narra con su pluma al México de Emiliano Zapata y Pancho Villa.
Novela de aventuras trepidante, donde los ojos y movimientos de Martín Garret, ingeniero de minas español, sirven de guía para trasladarse a los espacios donde se produjo el conflicto, que mantuvo en vilo al país a cuenta de los insurrectos que a comienzos de la década de los años diez en el siglo XX, lanzaron un órdago al gobierno férreo y déspota de Porfirio Díaz.
Con su habitual prosa sencilla y documentada,(no en vano este nuevo trabajo ha requerido de una labor cuidadosa de selección del vocabulario propio de la jerga mexicana), Arturo Perez Reverte vuelve a convertir un episodio de la historia en una novela de aventuras, donde las intrigas, la incertidumbre, la pasión y el dolor están presentes de primera mano.
Hay dos maneras de conocer la historia, estudiándola o leyéndola a través de novela histórica. En este segundo campo Reverte es sin duda uno de los más notables divulgadores por su capacidad de llegar a todos los públicos, sin importar qué grado de refinamiento tengan.
Fin de partida, como el libro de Beckett. Catorce años llegan hoy a su fin. Un doble Rubicón se cruza de manera inesperada, casi sin querer.
Mezcla de sensaciones, pero no hay lugar para la tristeza, ni tan siquiera para la melancolía. La vida continua, en otra parte.
Entrega de llaves que abren un campo de posibilidades. Sensación de que sólo es el comienzo de algo más grande, de más cosas. Esta especie de caja de pandora propía de cosas buenas, ha destapado el tarro de todas mis esencias y con él, todas mis posibilidades.
En apenas una hora llegará el momento solemne. Ha tardado más de lo que cabía esperar, pero ya está aquí.
Generación borrosa, es como denominan los médicos a la nueva hornada de niños y pequeños, sometidos a sesiones maratonianas de consumo vía pantalla de terminal telefónico o tableta.
Dónde quedarán aquellos años en que nos prohibían acercarnos a la televisión para no perder vista, mientras veíamos series de dibujos animados. Esclavos de la programación, no como ahora, cuyos visionados son a la carta, a poco que tengamos una conexión a internet.
Tanto entonces como ahora, corremos el riesgo de crear una generación de niños enfermos de la vista. Niños con gafas desde muy pequeñitos, camino de ser, en algunos casos, miopes magnos, aquellos que tienen más de seis dioptrías, siendo el rango de edad entre los nueve y los once años, el más expuesto.
Ya hay quien habla de pandemia silenciosa. Hay adelantos que tienen efectos secundarios, graves. Como en tantas otras cosas, hay que enseñar a emplear estos dispositivos, aplicando en todos los casos la misma panacea: la mesura en el uso y predicando como mayores con el ejemplo.
Sábado tarde. El otoño, que parece renegar de su condición de estación de paso, vuelve a regalarnos otra jornada fría, con una lluvia calabobos que no hace otra cosa sino acrecentar la sensación de baja temperatura.
Acompaño a un amigo a tomar algo por su zona de residencia, cuajada de locales de hostelería donde beber un buen vino o una cerveza. En el restaurante donde nos decidimos a hacer parada y sosta, una terraza acristalada en la entrada desprende aroma a celebración de vísperas de navidad. Gente que bebe y ríe, a la vera de una estufa de butano, que con su llama generosa caldea el ambiente junto a las bebidas.
Desde el interior del local, donde estamos sentados tomando una cerveza, observo la indumentaria de algunos, en mangas de camisa o con camisetas de tirantes, en pleno mes de diciembre. Acondicionadas para ayudar a los hosteleros a ganar clientela en las aceras cuando hace buen tiempo, no deja de sorprender ese interés por estar en este tipo de jaulas acristaladas o de plástico, cuando cae el frío y la noche.
Desconozco qué grado de contaminación extra suponen estas estufas, pero resulta paradójico la querencia por estar fuera cuando el tiempo desapacible invita al recogimiento. Como comprar sandías en enero, puedes tener cosas todo el año, sí, pero no lucen igual, ni tienen la misma calidad, fuera de temporada.
Discusiones por unidades de medida ínfimas. Es, con mucho, lo que más me entusiasma del fútbol; más que las posibles jugadas, goles, filigranas, méritos o cualquier otra incidencia que ocurra dentro de un terreno de juego. Para mi los partidos donde se juegan de verdad es en las tabernas y en sus discusiones, ya sean en sentido figurado o literalmente.
La de ayer no tenía desperdicio y venía a cuento de un balón que todo el mundo vio fuera menos el famoso VAR, ese que escrito con V da tanto juego en los sitios donde se escribe con B.
No era para menos, la revisión de la jugada supuso que los adversarios, venidos desde la otra punta del mundo, se anotasen un tanto que, a la postre, les dio el juego, los puntos y la cabeza de la clasificación del grupo.
Con la camisa que a duras penas le llegaba al cuello a algunos, los locales certificaron su pase a la siguiente eliminatoria. Tras las primeras impresiones de disgusto por el pobre juego ofrecido, (el otro día tras meter siete iban a ganar el mundial y ayer, tras perder contra los hijos del sol naciente no valían ni para apretar tuercas en una factoría), cambiaron las tornas y el centro de atención pasó a las cámaras y a su incómodo veredicto, por contrario a los intereses de los allí reunidos.
Ni la más avanzada tecnología servirá de cortafuegos, para aplacar las iras de los aficionados que, cuando pierden, ven conspiraciones por todos lados. Antes porque erraba el ojo humano, ahora porque mira con exceso de celo la cámara lenta. Sin quejas no hay fútbol. Consuelo de tontos...
No hay peor ciego que el que no quiere ver, ni vidente que vea más que el tiene una fe ciega. Eso deben pensar los que, pacientemente, esperan hasta cinco horas en medio de la calle su turno, con este frío que pela, para comprar un billete de lotería en la administración de Doña Manolita, ubicada en la Calle del Carmen de Madrid.
Porque siempre toca, dicen los avezados buscadores de la fortuna, ¿ Pero, cómo no va a tocar todos los años alguno de los premios, si venden más números y series que ninguna otra administración?
Pocas cosas con mayor ritual y tradición que el de la lotería de navidad, aunque más bien habría que hablar de manías y supersticiones, como lo de buscar un número bonito; por más que lo intento, no encuentro la belleza en los números, más allá de que uno pueda tener uno favorito por cualquier circunstancia.
Veinte días por delante y sabremos los afortunados de este año. A buen seguro que a alguno de los pacientes compradores de Doña Manolita, le habrá merecido la pena la espera.
Espera para recibir instrucciones en la ventanilla de información. Laberinto de pasillos hasta alcanzar la sala corrrespondiente. Solicitud del trámite con desdén y apatía. Por no pedir, ni piden documento de identidad alguno para acreditarse.
- Rellene este formulario, y dígame en voz alta lo que va escribiendo, para anotarlo en la aplicación.
¿Para qué gastar papel, si ya queda registrado ahí, en el ordenador? Click con el ratón, paseo hasta la impresora y diez euros con cincuenta de propina. De vuelta por el laberinto y a la calle.
Con la misma cara de tonto o de perplejidad que se le debió quedar a Josef K.; uno no sabe qué le piden, ni para qué, mientras el Estado se lo lleva crudo por tres minutos de atención. Misterios administrativos. Pura y simple burocracia.
Dos grados de temperatura ambiente y escarcha en el cristal del coche. Aire gélido que comienza a mostrar el vaho que sale de mi boca. Los escasos veinte minutos de trayecto hasta la oficina no consiguen calentarme dentro del coche. Para cuando la calefacción quiere activarse, ya estoy aparcando.
Como la parca que llega sin avisar, porque te deja igual de helado. Fríos que no se esperan, fríos que te dejan inerte. La temporada del fruto del magosto asado se anticipa por momentos. No hace más que asomar diciembre y ya vienen las primeras heladas, esas que dejan el mercurio en negativo y los parques cubiertos con hielo de coctelería.
Dos grados centígrados, treinta y cinco coma seis, Farenheit. Novedad. El fondo de armario ya está aquí. La cebolla y sus capas deambularán por los arrabales, para aislar y preservar de averías corporales. No porque suceda todos los años, deja de ser noticia.
Pantanos que no remontan, apenas si alcanzan una tercera parte de su capacidad. Las primeras lluvias del otoño, aparentemente copiosas, no han paliado los efectos de una nueva sequía pertinaz.
Recuerdo siendo muy niño, como ya vivimos episodios similares a éste; la imagen de decenas de personas haciendo cola con recipientes y envases de lo más variopinto, para rellenarlos con agua procedente de la cisterna de un camión, era algo habitual, especialmente en determinadas localidades de Andalucía, siempre azotadas por este problema. A falta de cañerías y canalizaciones, recurrir de nuevo a los aguadores, para abastecerse.
Pasan los años, cambian las cosas, pero según en qué casos, si lo hacen es para peor.
Sin agua no hay vida, con poca, la vida cambia, quien sabe en qué terminos. Bien haríamos en prestarle una atención máxima a este problema, no agotar los recursos del oro transparente.
Mañana fría, a pesar de que cae el sol de medio día con todo su esplendor. Suena el clac de la palanca del capó, accionado a ras del suelo, junto a la puerta. Antes de verter los líquidos, limpio las ranuras de hojas y ramas, que inundan el coche como todos los otoños, por todos los recovecos. Por donde más dificil parece, se cuela siempre algo, aunque sea una brizna de hierba.
Desenrosco el tampón del vaso, justo a la izquierda del motor. Percibo por el orificio que está bajo minimos. La botella de anticongelante de gasolinera de cuatro euros, tarda un suspiro en deslizarse hacia el fondo. Casi un litro y deja aún espacio para más cantidad, si la tuviera.
Acabo la rutina de llenado de líquidos con el limpiaparabrisas, de color azul frente al verde del anticongelante. Contraste de colores y de funciones. No hay margen para el error.
Vuelve el capó a su sitio y yo continuo en la calle, camino del supermercado. Incapaz de explicar el motivo, disfruto del placer de los recados y tareas más corrientes. Quizá porque como el líquido verde, hacen de anticongelante, pero en mi cabeza
Son pocos y no trabajan. En huelga en la capital, en visos de estarlo en otras zonas. Gremio tan poco mimado que cuesta creer que no salgan con las batas blancas en más sitios.
En medio de una crisis de profesionales, que no deben ser muy malos, ya que salen fuera buscando mejores oportunidades y las encuentran. Nada como salir a aprender inglés, bien pagados, o al menos mucho mejor que aquí. Nadie es profeta en su tierra, nunca mejor dicho.
Uno de los pilares del estado de bienestar, hecho unos zorros. Puesto vitales y maltratados.
Esto sólo es la punta; las sociedades modernas tienen una deuda pendiente con el sector sociosaniario,en todas sus variantes. Tan poco valorado como necesario.
Parlamentos donde no se parlamenta. Nunca antes habían caído tan bajas las instituciones en este país. Panda de cafres con corbata, que sacan la lengua a pasear, pataleando cual taberneros de la peor estopa. Estos son los representantes de la soberanía popular, indignos de ocupar un escaño, de ser representantes de nadie.
Tanta vergüenza dan que sólo merecen que la ficción del Ensayo sobre la lucidez de Saramago, se hiciera realidad. Una catarsis en toda regla para limpiar el barril de tanta manzana podrida, de tanta escoria. Panda de garrulos, no valen ni para cargar estiércol en un carro. Qué asco.
Duelos y quebrantos
¿Hay mejor nombre para un plato?
Basta con leerlo
para que se venga arriba el ánimo,
y las ganas de yantar.
Manchego, como El Toboso,
no en vano,
El Quijote lo menciona
en sus páginas;
Ahora que asoman los primeros fríos
y la cuchara pide paso en las mesas,
guisos como este
alimentan los estómagos,
muy probablemente hasta el alma.
Consuelos varios,
en fechas de recogimiento,
que el paladar deguste
lo que otros sentidos, sufren.
Empezó el evento deportivo más esperado, inusual por las fechas, pero tan apasionado como de costumbre. Nada hay más adictivo que un mundial de fútbol, a juzgar por las audiencias televisivas que logra y seguimiento que por todos los medios se hace del mismo.
La controvertida sede de esta ocasión, el Emirato de Qatar, no restará ni un ápice de interés pese a los intentos de boicot que desde determinados medios se están haciendo. Derechos humanos usados a conveniencia y de manera hipócrita para desactivar un espectáculo que antes que deportivo es un negocio rotundo.
Ayer se celebró el partido inaugural, del que llegan ecos curiosos, no del partido, ni del juego, o del hecho de que la selección anfitriona perdiera en casa. Lo llamativo del primer encuentro fue, al parecer, observar cómo buena parte de la hinchada local, aprovechando el pitido arbitral que marcaba el descanso, se marchaba del recinto deportivo dando la espalda a su equipo. Según las crónicas, perdiendo por dos goles a cero y con una imagen seguramente no muy buena de juego.
No son pocas las críticas que he leido y escuchado, afeando el comportamiento de los aficionados, algo que, con toda sinceridad, me deja perplejo.
El espectador es, además de eso, de ser alguien que observa, un juez; dictamina con su atención si aquello que se le ofrece le interesa o no. En esta ocasión ha mostrado su veredicto, condenatorio, marchándose en masa de un partido que no le estaba gustando.
No hay mucho más que añadir, el que paga exige y si no se cumplen sus expectativas, sentencia. Ni pasión, ni amor a los colores, ni entrega a la selección de tu país. Están en su derecho. Por mucho que choque y sorprenda.
Tercer libro y tercera lectura provechosa del autor mexicano Jorge Volpi, que a cada título que publica, parece acrecentar su figura de referente de las letras hispanas y de su país.
Partes de guerra, (colección Narrativa Hispánica, Editorial Alfaguara), vuelve a mostrar con toda su crudeza, las diferentes facetas de la vida, donde alegría y sufrimiento son las dos caras de una moneda que se lanza al aire constantemente.
Historias solapadas de muerte y sentimientos. El intento de analizar y entender el porqué dos adolescentes asesinan a puñaladas a una chica, se convierte en un devenir de situaciones personales del equipo de investigadores psicólogos, donde las miserias y dilemas de cada uno de ellos se unen a la necesidad de explicar una muerte tan extraña como absurda.
Historias de pasión y vida, relatos de humanidad y miserias. Como en otros de sus trabajos, Volpi vuelve a bucear en el interior de la persona, sacando a la luz los conflictos y vivencias que forman parte de nuestra existencia. Novela corta de un realismo y profundidad que hacen de su lectura una decisión acertada.
Es el poder de un gesto. Un mensaje a primera hora de la mañana.
Una canción. Una sonrisa permanente todo el día. Con tan poco, recibir tanto.
La felicidad son estas pequeñas cosas. Saber que se ha acordado de tí. Sólo eso.
La guerra no conoce de lógicas. Misiles que caen fuera del tiesto y se llevan por delante a gente inocente. A más gente todavía. Los inocentes no conocen de conflictos, ni de territorios, sólo saben que su única culpa es la mala suerte: haber estado en el sitio equivocado en el momento equivocado.
Azar; cuesta creer que algo así esté escrito en alguna parte. La muerte tan dura e incomprensible, es además caprichosa. No siempre juega una partida de ajedrez contigo, como en El Séptimo Sello.
Días de viandas en forma de cuchara. Tiempo desapacible fuera que invita a caldos calientes y legumbres saludables. Contundencia para paliar los efectos del frío, frente a la ligereza de las comidas de cuando hace bueno.
Recuerdos de infancia de poca afectación a los platos de puchero. Lo que de crío era un suplicio, ahora es una súplica; lo que antes era un castigo, ahora es una delicia al paladar. Quién me ha visto y quién me ve.
Pocos platos más caseros. Era casi patrimonio de comer en la intimidad de casa, en familia y en abundancia; ahora es un plato propio de cocina de autor. Comida para pobres a precio de esquisitez.
Cocido en todas sus variantes, con sopa de inicio o como colofón de la ingesta. Siempre de vuelta cuando llegan los fríos.
Fuera de tiempo y de lógica.
Baño a veinte grados,
en noviembre.
Qué felicidad sentirse guiri.
Arrebatos que iluminan,
cargan baterías y levantan.
Alegría de improviso.
Pequeñas cosas que empujan.
Siempre al sur, siempre.
No hay mejor camino.
El petate ya está listo. Cierro la cremallera y bajo la maleta de la mesa. Me resulta sorprendéntemente pesada; la comparo con la última vez que la utilicé, en el viaje a Oporto. De trasladarla en avión a hacerlo en coche es lo que marca la diferencia, está claro.
Ya está todo dispuesto. Hago tiempo para salir. A partir de las diez las carreteras se libran de empleados en movimiento de camino a sus centros de trabajo. Nada de hacer caravanas en ruta.
La partida está clara, pero no el destino. Es la magia de planear algo sin planes. Sé que cogeré la carretera de Valencia,la carretera de la playa de Madrid, la que te traslada al mar por la vía más rápida, porque ese es el gran objetivo: dormir esta noche junto al mar.
Cuando encuentre acomodo tendré tres días por delante para leer, caminar y ver mucha costa. Tres días para salir de la rutina y de los sofocos de Madrid. Tres días para pensar.
Voy a bajar la maleta al coche y a tirar la basura. Antes de iniciar la cura de relajación mejor deshacerse de los desperdicios, no sólo de los orgánicos.
Estamos en marcha. On my way to...
Gotas de agua aparecen en el cristal, todas las mañanas cuando corro la cortina; no dejan ver lo que hay afuera, creando una especie de barrera, una patalla que aisla mi habitación del jardín que tengo enfrente.
Antes de abrir la ventana y dejar pasar el aire frío de la mañana, aparto con la palma de mi mano un poco de esa humedad. Me gusta sentir el calor del agua fría y concentrada sobre mi piel. Ya empiezo a ver lo que hay afuera. El árbol, desnudo de hojas, que me da intimidad cuando hace bueno, deja cada vez más al descubierto los nidos de los pájaros que aprovechan el camuflaje de las hojas para convertirse en mis vecinos.
Frío y calor que generan vapor que es como una ventana al mundo cada mañana, sin salir de mi casa.
Dicen los que saben de estas cosas, que uno de los mejores modos de conocer cómo se vivía en la América en los años veinte y treinta, es leer las creaciones de Scott Fitzgerald, también apreciado por la divulgación que de la música de Jazz hace en sus textos; pluma privilegiada, autor de cinco novelas que se antojan una producción ínfima para el talento literario que destilaba, su pronta desaparición, consecuencia de sus problemas con el alcohol, nos ha negado a los lectores la oportunidad de tener un repertorio más grande con el que continuar leyendo historias como las que recoge esta pequeña recopilación.
Cuentos de Scott Fitgerald, publicada por la Editorial Planeta en formato de bolsillo, que puede encontrarse en las librerías por unos seis euros, es un conjunto de historias ambientadas en los Estados Unidos en el entorno del crack del veintinueve, que reflejan un retrato costumbrista de una sociedad venida a menos que, pese a todo, trata de mantener su modo de vida. De un modo sencillo, sin grandes alharacas, el autor introduce a su lector en el día a día y en las vidas de sus personajes, de quienes dibuja un retrato psicológico de una profundidad difícil de igualar. Prosa fácil de leer, rica en matices, con descripciones someras pero completas, que otorgan a las historias una amplitud y brillantez difíciles de igualar.
Ejemplo para aprendices, debería ser obligatorio leer y emular a Scott Fitzgerald en los talleres de escritura. No en vano es considerado uno de los escritores más importantes del siglo XX.
Atropello mortal. Varias personas son embestidas brutalmente por un vehículo todo terreno en la entrada de un restaurante, que huye dejando un reguero de cuerpos esparcidos por el suelo. Cuatro personas fallecen en el lugar y otras varias son trasladadas a centos hospitalarios con heridas de diversa consideración.
Otro episodio de violencia espontánea y brutal, protagonizado por clanes gitanos, que solventan sus cuitas de manera salvaje, sin atenerse a las mínimas normas de civismo que parece que sólo están reservadas para los demás, no para ellos.
Lo fácil sería hablar de gitanos, de lo poco dados que son a convivir como los demás; orgullosos de su raza y de sus costumbres, incluyen a menudo entre ellas el aplicar la ley del Talión, sin importarles las consecuencias de sus actos. Acostumbrados al toma y daca, a dar si reciben, apuntados a la estrategia de acción vs. reacción, ajenos a cualquier acto de raciocinio o a confiar en la ley y en los jueces para repartir justicia.
Creen ser clanes, familias con su historia y tradición, pero son simplemente mafias, pues como delincuentes se comportan. Mafias gitanas igual que hay mafias de otro tipo,grupos poco dados a comportarse segun las reglas. Ponen sus propias normas y ajustician por su cuenta.
No necesitan que nadie les aisle o menosprecie, ya lo hacen ellos sólos con su comportamiento errático y visceral. Lástima de evolución que, según para qué casos, es un fallo permanente.
Parece que pintan bastos de nuevo, en vísperas del tramo final de noviembre, con sus compras de oferta y de la campaña de navidad, con sus fastos y excesos. Fechas señaladas que nadie imagina sin suministros.
Efecto dominó, especialmente si la convocatoria arranca el lunes próximo, como anuncian sus convocantes. A las tradicionales batidas de compra anticipada de todos los años, ahora puede que se unan las prisas por conseguir cuaquier cosa, ante el riesgo de que se agote. Oferta y demanda pura y dura.
Nadie parece darles valor en lo cotidiano, pero cuando paran son capaces de poner patas arriba un país entero. Pendientes de sus peticiones y de las contraprestaciones que la administración pondrá sobre la mesa para contrarrestar el paro. Vienen días de tensión y negociaciones, de oportunismo y juego entre bambalinas, de presión social y política. Un circo inmenso, cuyas ramificaciones a veces cuesta tener bajo control.
Hay muertos que mueren dos veces, y otros que no mueren nunca, pese a llevar sepultados largo tiempo.
Tumbas que de hecho no permancen incólumes, reabiertas para trasladar sus despojos. La ley de memoria histórica considera incompatibles sus emplazamientos, en lugares reseñados.
Seguimos con el lento y tortuoso camino de superar hechos acontecidos hace ochenta años. De algún modo las trincheras siguen abiertas, siguen siendo motivo de disputa; lo que a unos nos parece bien, molesta y en casos extremos, enciende a otros.
Más allá de cuantos pasos se den en este sentido, no se podrá hablar nunca de memoria histórica si es una memoria parcial, de una parte de los que vivimos en este país. Sin consensos que incorporen a la otra parte, será un documento incompleto, un proyecto fallido de escribir una historia que nos une por muchos excesos y barbaridades que se hayan sucedido. A fin de cuentas se lo debemos precisamente a ellos, a todos esos ancestros que un día vivieron aquí como nosotros y que sufrieron calamidades, tortura y muerte. Cuántas generaciones más tendrán que venir para completar esta tragedia y darle un relato consensuado y reparador.
7.43 de la mañana. Según desciendo por la escaleras voy abriéndome el abrigo para adaptarme al calor del subterráneo, que con su inconfundible olor seco y cargado me recibe hoy igual que siempre.
Bajo hasta el andén sin ponerme la mascarilla, ahora obligatoria sólo dentro del convoy. Miro los monitores de información y me anuncian que debo esperar dos minutos hasta que llegue mi tren.
Cuando lo hace observo como llega muy cargado de gente. Aún así me las apaño para hacerme un hueco donde depositar el maletín del ordenador, cerca de una barra donde agarrarme. Cuando la maquina inicia la marcha, ya tengo abierto mi libro de Perez Reverte y estoy enfrascado en su lectura.
Apenas son un pañado de paradas desde casa hasta Avda. de America, sin transbodos. El calor aumenta varios grados y hace incómodo llevar el abrigo puesto, pero apenas si dispongo de espacio para intentar quitármelo. Decido aguantar con él puesto, aunque algunas gotas de sudor comienzan a perlar mi frente.
Por fin descendemos en la parada final. Tras hacer un poco de cola en las escaleras mecánicas, salgo a la calle, tras cruzar un buen puñado de pasillos en obras y el intercambiador de autobuses. Vuelvo a observar el edificio sede de la U.G.T. mientras camino con un clima de llovizna hacia Clara del Rey.
No recuerdo la última vez que hice este trayecto, pero lo he disfrutado pese a las incomodades. Pienso en cuántos minutos de lectura he perdido, de un tiempo a esta parte, desde que no tengo necesidad de venir por la sede central de mi empresa. No en vano el suburbano ha sido de mis principales salones de lectura en estos ultimos veintisiete años.
Allí donde acaba la ciudad, frontera con la antigua Ciudad Pegaso, antesala de la Nacional II, ahora reconvertida en autopista de seis carriles.
Lugar de picaresca para acceder al aeropuerto, donde podía cogerse un autobús que te dejaba en la Terminal 1, sin necesitar un bono diferente del de la zona A.
Allí estaba la oficina de la ETT donde firmaste el primer contrato con tu actual empresa. Tan en precario, tan obvio que no iba a durar mucho que, mira.
Casi veinte años deambulando por estos derroteros, frecuentando las últimas baldosas de la calle Alcalá, tan larga, que no llega al mismísimo Complutum de milagro.
Hay pasajes vitales que se eligen, otros que son sobrevenidos y se incorporan a tu vida casi por casualidad, convirtiéndose en puntos de anclaje.
Canillejas madrileña, casa y sustento. Por muchos años. Sea.
Calles desiertas, semáforos en verde hasta donde alcanza la vista. Impresiona ver la calle de todos los días, atestada de coches, sin un sólo vehículo transitando por ella. Como de película apocalíptica.
Festivo que pone a la urbe hibernando, con el pulso bajo mínimos, como en una especie de reposo al que se llega después de un gran esfuerzo. Pulsaciones que dejan el cuerpo en estado inerme, como de modorra. Gran silencio sin interrupción.
Madrugar es llegar a donde quieres con adelanto sobre el horario previsto. Apenas unos pocos valientes guardan espera en las marquesinas de las paradas de autobús. El relente mañanero lo convierte en una acción que despierta conmiseración. Tantos durmiendo y algunos otros a la fresca.
El día se despereza y con él el gentío vuelve a las calles, con el pie cambiado, carreras sólo por ocio, no por obligación.
Por fin el sol acompaña y sube algunos grados el ambiente. Un día libre sin sol, parece menos día de esparcimiento.
El cambio horario, declina la luz demasiado pronto. La ocaso del impasse ya está aqui, entra en su tramo final. Es un día entre semana, sí, pero es un día menos que acorta la llegada del viernes. Positividad en alza.
El año tiene dos citas con las caracterizaciones, con el juego de vestirse de otro modo y emular un personaje; para disfrazarse ahora, además de los Carnavales, tenemos Halloween.
Con comienzos dubitativos, alcanzando pronto popularidad entre los más pequeños, con sus calabazas con velas tocando timbres y puertas por los rellanos, pidiendo caramelos, poco a poco se ha ido extendiendo como una costumbre que forma parte del calendario festivo del año; debe ser que la inocencia que asociamos a lo infantil nos evite tanto reparo con una celebración que tiene por objeto burlarse de la muerte.
Pese a los contrarios que ven en este evento una frivolidad muy poco respestuosa con los muertos, la implantación de Halloween en España sigue su curso, implicando cada vez a más gente, dejando los reparos a un lado entre los adultos, que se disfrazan cada vez más, al igual que los pequeños.
Puede que sea una celebración importada, pero su origen es tan cristiano como tantos otros que celebramos en esta parte del mundo. La vida y la muerte son parte de un ciclo, de un todo del que desconocemos la mayor parte. Quitarle hierro al asunto, tratar de burlarse incluso de la parca, con alegría y jolgorio, no puede tener nada de malo ni irrespetuoso.
Que no hay que llevar el coche al centro de Madrid es una obviedad, tanta, que cada vez conozco menos gente que reconozca usar el transporte público, ni siquiera esporádicamente.
Fauna de periferia, de clase media, de ubicación entre dos aguas, No estás dentro, pero tampoco estás fuera.
Vida de pegatina y permisos, de control de accesos, ven pero no entres, pasa pero no aparques. No dejes de consumir, pero no contamines. Estén atentos a sus pantallas, que te cazan la matrícula.
Todo ello en esta especie de pseudo-vaguada mesetaria donde se instala el Foro con sus torres, sin aire y sin lluvia. Cómo tan pocos pueden respirar el peor aire de Europa.
Rururbanización de recorrido corto. Cada vez más se van pero se quedan cerca; desplazamientos privados, a fuerza tocan. Círculo vicioso inevitable.
Estas son las nuevas luces de periferia, de una ciudad cada vez más inhóspita e intransitable, paradójicamente con menos gente en su meollo.
Sólo fracasas cuando te das por vencido, frase bonita pero frase hecha al fin y al cabo pero, ¿Quién gana y quién pierde? Esa idea de que sólo son vencedores los que consiguen cosas es un corsé que aprisiona.
Falsa meritocracia. No es verdad que por buscar las cosas éstas se alcancen. Hay currantes sin logro, aspirantes a conquistar sin premio; viajeros con un destino definido que nunca alcanzan el lugar al que se proponían llegar.
Cuestión de desdramatizar, de quitar hierro al asunto. El verdadero triunfador es el que está siempre en la brecha, el que siempre anda por el camino, el que tiene motivos para moverse, para entusiasmarse.
El que tiene ilusiones ya es un triunfador porque está vivo. No se necesitan más razones para darle a una vida todo el sentido del mundo. Queriendo hacer, ya has hecho. Sólo por el hecho de estar y de ir en busca de tus sueños, ya has ganado.
A vueltas con el nuevo impuesto, me llama mucho la atención que se nombre a la nueva carga a las rentas más altas como impuesto de solidaridad, aunque se ajuste a derecho y como tal se pueda hablar de tal cuestión.
La solidaridad es un acto de adhesión o de apoyo, en todo tipo de situaciones, aunque suele observarse en casos más bien difíciles. Es un valor, y detrás de el hay un elemento volitivo significativo; para ser solidario hay que querer serlo, hay que mostrar voluntad de cooperación.
Por todo ello hablar de un impuesto de solidaridad es cuando menos un contrasentido, al menos en buena parte de los casos, ya que muchos, por no decir la mayoría de los afectados por el nuevo tributo creado por Hacienda, lo pagarán en contra de su voluntad.
Siendo muy honesto no me parece mal que pidan esfuerzos extra a quienes más tienen en momento de necesidad, pero quizá deberían nombrar a las cosas de otra manera. Un impuesto, como su nombre implica, es algo que se obliga a hacer, no se cursa por deseo propio.
Ni la más intempestiva borrasca, que pueble tus cielos de nubes y tus noches de agua y viento, podría emsombrecer tu presencia. Unos pocos ratos de luz y sol, han bastado para devolver a la piedra de tus empinadas calles, el reflejo alegre y vital de tus fachadas de azulejos, arcoiris de colores que dan a los viandantes alas en sus paseos por el Bolhao, Gaia, la rivera del Minho o sus playas del Atlántico en Matosinhos.
Días de vino y rosas, de visitas a bodegas con vistas, de cenas de bacalhau, y francesinhas, de queijo de las cumbres, todas ellas abundantemente regadas con caldos y cervezas de la tierra e infinito cariño y amistad.
¿Dónde si no, iba a celebrar mis cincuenta primaveras?
Volverán estos ojos a verte pronto, y a andarte, como punto de arranque de una nueva aventura peregrina que se está cociendo a fuego lento y solitario.
Porto, foi um prazer em conhecer voçé, te vejo pronto.
No hay que hacer mucho para salir de la rutina y para convertir una tarde de un día entre semana en un momento estupendo.
Quedar para tomar una cerveza con amigos y mientras charlas de tus cosas, comprobar cómo te ficha mientras estás sentado en una terraza, una chica que a duras penas sobrepasa los veinte años, que mira de manera discreta, seguramente sin mayor interés que observarte porque le agradas; hasta que llega un momento fugaz e instantáneo en que tu mirada y la suya se cruzan y la pillas con todo el equipo, y ves divertido cómo baja la mirada rápido como avergonzada al sentirse descubierta.
Cualquier momento es bueno para subir la autoestima, aunque sea de manera fugaz y aislada. La gracia está en degustarlo, porque sólo los pequeños detalles, saboreados a tacitas, son los que dan continuidad a esa cosa maravillosa que es la vida.
En un tris. Expresión que se utiliza para indicar que una cosa no sucede o se realiza por muy poco. Como anillo al dedo le viene a la dimitida primera ministra británica, que no ha durado más de cuarenta y cuatro días en el cargo.
Si ayer gritaba con pasión en el parlamento que era una luchadora, hoy ha declarado que ha presentado su renuncia ante el rey, porque no puede cumplir el mandato para el que la eligieron.
Siempre el enemigo está en casa. Renuncias en su equipo de gobierno, así como un motín de varios de sus parlamentarios en la cámara han hecho estallar por los aires lo que prometía ser un experimento tacheriano de segundo nivel. Nos quedaremos con las ganas de ver una nueva dama de hierro en Dowining Street, que si por símil con los metales tuvieramos que clasificar, más que de hierro fue de paja. La fortaleza que se le presumía, se quedó en eso, en una mera especulación.
Más que de un tris ahora tocará hablen de en un truss, ya tenemos juego de palabras. Hay muchas formas de pasar a la historia: por lo que has hecho y también por lo que no.
Leo por ahí que el segundo hombre más rico del mundo, un multimillonario francés, vende su avión privado. No hay razón alguna económica o ecológica detrás de esta decisión. El único motivo es evitar que triangularan su posición, (al parecer era rastreado desde una cuenta de twitter).
Justo esta mañana, me ha llegado una notificación de Google en la que se me comunicaba todo lo que había hecho este fin de semana: los kilometros recorridos en avión, las localidades en las que he estado y los locales donde he consumido.
La nueva era no conoce de clases sociales, su poder de control es total y no deja fuera a nadie. Avances que comprometen la privacidad y por extensión, las libertades.
El mundo ha cambiado
tanto, que ahora damos facilidades para que nos controlen. El gran
hermano ya no necesita ser un ente siniestro en la penumbra. Basta con
activar un dispositivo o terminal para poner a disposición todos tus
movimientos, toda tu vida. Según para qué, dan ganas de involucionar.
Luciana es desconfiada y precavida, resguardada desde la atalaya de los brazos de su madre te mira circunspecta, también curiosa, no permitiendo que te acerces sin que antes emplee la estrategia del avestruz y se enconda con la cara apoyada en el pecho.
Luciana necesita tiempo, para aclimatarse, para analizar tus pasos, para encontrar en ellos la suficiente confianza como para soltarse y darte alguna muestra de afecto. Cuando eso sucede, es el primer paso.
Luego aparece la niña pizpireta de dos años, que comparte contigo sus muñecos, que se queda embelesada viendo videos de Minnie Mouse, que se te sube a horcajadas y te da besos.
Hace unas semanas parecía aun una quimera tenerla delante, sin que mediase en la comunicación una pantalla. Hoy ya está aquí con visos de no volver a su tierra natal con toda su familia. Lo que era un viaje de cortesia, se ha convertido en un pasaje de no retorno.
No podía haber mejor regalo. Las siete horas de diferencia se volverán apenas una. El Océano Atlántico se ha achicado, al permitir que la escala en las Canarias sea una parada definitiva.
Bienvenida seas físicamente a nuestras vidas, amada Luciana. Quién nos lo iba a decir.
Todos los día son válidos para que sucedan cosas. Es un error proyectar ilusiones o metas en fechas concretas; en cualquier momento, puede suceder algo que cambie las inercias o incluso cambiar tu vida de un modo que ni sospechabas.
Una simple llamada, una visita inesperada, un cambio de estatus profesional... Sí, la vida es eso que pasa mientras hacemos planes; es cierto que muchas cosas suceden porque las hemos provocado con nuestras previsiones, pero hay otras que son sobrevenidas, que no formaban parte de ningún plan. Para gustarnos tanto viajar, sólo estamos pendientes del destino y no de la ruta que hacemos, cuándo y cómo la hacemos, con los giros sorprendentes que en ella, a veces ocurren.
Suele tener tintes solemnes, cada vez que acontece algo, mostrando con eso la poca fe que tenemos en que sucedan cosas en los denominados dias corrientes, (¿Acaso no lo son todos?), por puro azar. Coste de oportunidad. Cuántas cosas de las que ni siquiera nos percatamos han desembocado en decisiones pequeñas, que más tarde han dado frutos que merecen el apelativo de decisiones de vida. Trayectorias que podían haber seguido una dirección u otra, han desembocado en planes vitales de futuro. Todos los días, detrás de lo más simple o nimio, puede haber una decisión que marque.
Somos lo que hacemos más que lo que pensamos. Croquis vitales que requieren menos seso y más fluidez.
Hoy puede ser el primer día de una nueva era, perfectamente. Levantarse por la mañana con la idea de que en cualquier hora puedes poner el acento en algo que te cambie. Afrontar la vida con ese espíritu, no solo nos enriquece como personas, también hace esto mucho más divertido.
Mal de muchos, consuelo de tontos, porque nos empecinamos en ser masa orteguiana, negándonos toda la esencia individual. Soy antes que somos, si me atrevo, claro.
La autenticidad da pavor, igual que la razón y su sueño producen fantasmas. Es más cómodo ser lo que los demás esperan que lo que tú llevas dentro.
El mundo esta lleno de cobardes; cuánta cobardía, qué grado de ella tenemos todos dentro, por qué no hay estadísticas de eso. Más de refranes: dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. Igual que somos lo que comemos, también somos lo que no hacemos, amparados en unos temores que son el muro siempre más dificultoso de escalar.
En el fondo es la gran excusa que nada esté como debe. Más que del mal de muchos habría que refererise a la mierda de muchos, porque es ahí en ese lodazal donde buena parte de la gente se mueve como pez en el agua. Todos tenemos una parte de cerdo, que reboza sus carnes en la ciénaga para espantar los bichos, esos mismos que nosotros mandamos lejos escudándonos en lo mal que está todo.
A la pocilga, a rebozarnos de mugre protectora, falso escudo de seguridad. En la carne limpia está lo valioso. Más que atreverte a pensar, atrévete a enseñarla.
De vuelta a la rutina. Terminada mi primera jornada de teletrabajo forzoso, a cuenta de la cuarta gotera que recibe el techo de mi dormitorio en lo que va de año. Aquí, sigo, esperando a que lleguen peritos del seguro para hacer una primera evaluación de los daños.
Pese a la sorpresa al llegar anoche a casa y a tener que dormir en el sofá por tener el colchón húmedo, sigo en estado de relajación.
Hoy el teléfono no ha parado de recibir mensajes, todos ellos de resaca de la aventura que acabamos ayer dando un último paseo por las calles del Franco. Como en otras ocasiones unos cuántos nuevos amigos han fluido a raíz de las horas de camino, vínculos que se irán diluyendo en la mayoría de las veces, aunque siempre quedan contactos que se incorporan a la vida de uno para siempre. Tantas horas de caminata dan para hablar mucho y para hacer migas con la gente.
Comienza una nueva etapa, a mediados de octubre. No tienen que coincidir los años nuevos con las fechas clásicas en los calendarios. Cada lectura indivual tiene sus fechas. Siempre es bueno poner un punto y aparte.
Tras la jornada de paso de hoy, empieza la nueva ruta, esta sin caminatas. Tres meses antes de que demos finiquito a un dos mil veintidos que está siendo toda una montaña rusa de emociones.
Esa es la aventura de ir por la vida, la de trasegar por unos senderos que unas veces serán dichosos y otros se volverán caminos tortuosos. El caso es estar siempre en la senda, sea la correcta o la equivocada. Quien anda y se mueve y lo hace en pos de conseguir algo o de llegar a alguna parte, ya esta haciendo la tarea mas compleja, la de no dejar de estar vivo.
Miro mi teléfono y veo que apenas he dado hoy treinta nueve pasos, frenazo en seco, después de haberme ido a dormir otros días con más de cuarenta mil, contabilizados. Pronto retomaremos las andanzas. Caminatas urbanas. Siempre andando, siempre en danza. Siempre.
19:46 horas. Subidos a un tren que nos trae de vuelta a Madrid después de poner el punto y final a la novena aventura. Cansados pero contentos, especialmente tras un colofón al que no le han faltado fotos, abrazos, buenos deseos, pulpo y vino de Ribeiro.
Hora de hacer balance. Prefiero dejarlo macerar veinticuatro horas más, con la mochila ya vacía, la ropa de estos días en la lavadora, y mi cansado cuerpo duemiendo por fin en mi cama.
Como anticipo diría que toca ya plantearse nuevos retos. Caminos de algo más de los cien kilómetros de rigor, ya son terreno trillado. Para la próxima vez, si no media compromiso con amigos de por medio, trataremos de doblar esa cifra. Hay que evolucionar.
Vuelvo contento, tranquilo, con un punto de felicidad que sé que no es efímero. Eso buscaba, eso me traigo. Bien por los planes que salen como uno los había planteado.
Oscurece mientras pasamos por la llanura zamorana y dejo que mis ojos se dejen llevar hasta un dulce duerme vela, hasta que el convoy nos deje en Chamartin. Seis días que se han pasado volando.
Ultreia, hoy más que nunca. Quizá no me de cuenta de lo que me alimentan mis caminatas por esta tierras del norte. Otra cosa sobre la que reflexionar.
La etapa larga de esta edición, justo en la víspera. En esta ocasión no pernocto en Padrón, como en otras ocasiones. Con la idea de hacer más corta la etapa final, hemos avanzado siete kilómetros más, durmiendo en una aldea que pertenece al municipio de Teo.
Etapa menos hermosa que la de ayer, pero con un sol radiante que ha mandado el poncho al fondo de la mochila.
Hoy he andado menos comunicativo, recordando momentos del camino de mayo. He vuelto a acordarme de ella, como cada cierto tiempo. Hubo un tiempo en que anduvimos juntos muchos kilómetros, en días como el de hoy. Así la conocí y así se fue creando en mi mente la idea de superwoman, de la que me enamoré perdidamente.
Sigue la penitencia de ir cerrando la herida, con el paso del tiempo y en soledad como única panacea. Cicatriz que sigue su curso.
A menos de dieciocho kilómetros de Santiago. A un paso de poner la guinda a la novena aventura de peregrino. Con deberes hechos y con mucha faena por delante. Parar para pensar. Parar sin dejar de caminar. Pasos y más pasos.
Llegó la lluvia. Para que no le faltase ningún condimento a la ruta. Tras el rompe-piernas de ayer, hoy la etapa nos ha regalado un trasiego tranquilo por sendas arboladas, siempre a la ribera de algún riachuelo, que en parte han amortiguado el cala bobos que hasta las once de la mañana ha caído impenitente sobre nuestros ponchos.
Etapa de recuperación, que como no podía ser de otro modo, ha terminado en un lugar de reposo, cuna de termas y balnearios, Caldas de Reis.
Apenas si quedan cuarenta y cinco kilómetros para alcanzar la meta, a repartir en las dos últimas entregas de esta aventura imprevista y necesaria.
Sé que me reservo a la vuelta para hacer balance. Quedan flecos por cerrar, pero nada que no tenga pase, una vez alcancemos la recta final del camino. En el tren camino de vuelta llegará el momento de hacer balance.
Es un punto de inflexión total. No me cabe la menor duda. Hay cosas que tienen que cambiar. Dar algún cambio de rumbo a una vida que por previsible se está convirtiendo en poco gratificante. Desilusiones y decepciones aparte, aunque eso requiere de otras lecturas y otras actitudes.
