Caminaba mirando al suelo, como casi siempre. Observando
las formas que las baldosas hacen en las aceras, aunque otras veces sólo hubiera
cemento o una más práctica pátina de alquitrán.
Se entretiene mirando los envoltorios de golosinas,
las colillas que todo fumador tira al suelo, las octavillas de publicidad que apenas
cambian de unas manos a otras, unos segundos antes de acabar en el suelo por el
desinterés. Todo ello forma un batiburrillo de lo más colorido, aderezado por
las hojas de los árboles que este año han tardado más que nunca en caerse.
Y de repente la vio. Una pequeña manopla de color
gris que no haría mucho cubriría la mano de un niño de muy corta edad. Allí
arrinconada, a los pies de un escaparate de una tienda de zapatos, sola, cubriendo
una parte de suelo mojada por la escasa lluvia que había caído un poco antes.
Sintió un escalofrío, y pena. Como cuando ve un
juguete perdido en un parque, o una pelota escondida tras las ruedas de algún coche.
Aquel objeto que antes tenía y daba vida, ahora yacía inerte y desamparado,
dejando seguramente triste a quien antes lo poseía. Con ese poso de amargura
que viene cuando se tiene una pérdida que no se comprende y llega el desamparo
que da toda soledad no buscada.
Alza la cabeza y mira al frente, pensando que cuando
no mira abajo los recuerdos y pensamientos no caen en innecesarias
desesperanzas.