Es inevitable
para cualquier que tenga estudios en Derecho, Economía o CC Políticas no andar pendiente estas
últimas fechas de todo cuanto acontece en este país. Revisar todos los medios
de prensa escrita diaria, así como hacerse eco de tertulias y tribunas de
opinión ocupa una parte importante del día a día de quien, a fin de cuentas
siente simplemente pasión por la política.
Pero es también tiempo de repasar libros y lecturas,
de recordar clases y temarios, de rememorar con nostalgia tertulias que en plena
clase salían a colación con argumentos tan simples como definir qué entendíamos
por ideología, o hasta qué punto existía la libertad.
Ahora que tan caliente está el Affaire Cataluña, cuyo grado de tensión está empezando a adquirir
tintes de gran tensión, que sin duda irán a más a medida que se acerque la
señalada fecha del referéndum el uno de octubre, a mí me vienen a la memoria
sobre todo las clases de Derecho Constitucional, que en buena parte
significaban hacer un repaso en profundidad a la historia del
constitucionalismo en España, especialmente movida en el siglo XIX.
Recuerdo que al estudiar derecho comparado uno
sentía como cierta envidia de países como el Reino Unido, cuya constitución no
escrita y su compendio de normas, (Common
Law), pasan por ser los más viejos del continente. Me admiraba entonces y
aún me admira contemplar qué valor otorgan los británicos a la ley, no
derogando nunca leyes, por muy antiguas que fuesen, dejando que sirvieran de
apoyo a las nuevas, tapando llegado el caso las lagunas que las más recientes
tuviesen, permitiendo que lo legislado en el pasado no acumulase polvo en
libros de leyes, y reconociendo, de alguna manera, la labor de trabajo y
esfuerzo de todos aquellos que anteriormente intentaron regular la convivencia
y la vida de sus ciudadanos. Y todo ello más allá de posturas partidistas.
Comparando aquellas disposiciones, y en conjunto la
historia constitucional británica con la española, la equiparación puede sonar
a chufla. Solo comprobando el número de constituciones aprobadas y puestas en
vigor en este país desde que se abriera la veda con la recordada y homenajeada
“Pepa” de 1812, hasta la que ahora tiene vigencia, la de 1978, se le caen a uno
los palos del sombrajo. Según el
bando y el signo ideológico de quien llegara al poder, las normas aplicables al
colectivo mutaban ipsofacto,
dejándose en suspenso cualquier disposición previa, desechada en su totalidad.
Y es que este es un país que solo sabe enmendar a la
totalidad.
Nada de lo anterior es útil, Todo es desechable,
todo viene con fecha de caducidad, la que dictamina el cambio de actores que cambian
con su llegada el paisaje. ¿Qué clase de proyecto colectivo es aquel en el que
nada se mantiene más allá de los idearios? En el caso de Cataluña es algo así
como un bucle, una especie de eterno retorno carente donde el mismo problema se
reproduce, como si la cuestión cabalgara sobre una máquina del tiempo. Al Estat Catalá que proclamase Maciá, sin el consentimiento de la
legalidad republicana, le sustituye ahora el cacareado referéndum de autodeterminación
que se salta todas las normas del ordenamiento jurídico vigente, que se convoca
porque se ha vulnerado el Estatut. Y
el proceso es el mismo en los dos casos. Se tensa la cuerda hasta que llega el
enfrentamiento y después quien sabe por dónde explotará la caldera.
No conocer la historia condena a repetirla. Aquí la
historia no la conocemos por libros, pero todos sabemos cómo se las gasta el
inquilino de la piel de toro cuando
de solventar disputas se trata. Estamos muy cerca de volver a liarnos a
mamporros, en sentido figurado y quizá no tanto. Más que a historiadores, uno
echa en falta a políticos que no sean tuertos, que no vean la realidad que les
conviene despreciando al otro y que sean capaces de construir puentes que son
los que facilitan la convivencia.
Menos enmiendas a la totalidad, y más enmiendas a la
realidad y a la sensatez.