No tenía ni idea de lo que le diría ella. Tal vez
hiciera la maleta y se fuera de casa, o se conformara con tirarle media vajilla
a la cabeza antes de llamarle egoísta y echarse a llorar. Miguel pensaba en eso
mientras caminaba con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta,
sujetando en uno de ellos el cheque con su indemnización. Después de casi seis
años decía adiós a las aulas, a los recreos de vigilante, a las soporíferas
tardes de biblioteca. Aquel cheque era la llave que conducía a una nueva vida.
Había acabado de profesor de rebote. Cuando Alicia
su compañera de facultad le habló de la plaza libre en aquel colegio privado,
solo pudo aceptar, movido por una estrechez económica que había convertido su
dieta en vegetariana. Necesitaba estabilidad, con su relación con Luisa camino
de consolidarse.
Lo que empezó como un trabajo de paso, terminó por
convertirse en su oficio. Y aquel muchacho avispado y ocurrente que presumía de
ser un espíritu libre acabó comprobando como todos sus días eran iguales, sin
que su vida en pareja añadiera condimento alguno. No sabía que era peor, si las
rutinas y horarios de lunes a viernes o los fines de semana de compromisos
familiares y quedadas con amigos que no soportaba.
Un domingo volviendo del Rastro, al que solía ir
algunas mañanas solo, sin más intención que arrastrar sus pies por aquellas
calles atestadas de gente, decidió regresar a casa dando un rodeo. Caminaba mirando
hacia el suelo, contando las colillas. Fue entonces cuando sus ojos se
percataron de un zócalo pintado de color amarillo.
Levantó la mirada y allí estaba, delante de aquella
tienda de chuches, toda ella pintada del mismo color que el zócalo. Sus ojos se
perdieron en una montaña de golosinas que inundaban el escaparate hasta el techo.
Como si le hubieran hipnotizado entró y pidió una bolsa de piruletas. Mientras
el dependiente se afanaba en escogerlas de diferentes sabores, el miraba a su
alrededor, quedándose absorto contemplando los bastones de caramelo que
colgaban del techo.
Hubo un tiempo en que quiso haber montado una tienda
como aquella. Adoraba ver la cara de ilusión de un crío delante de un caramelo.
Pensaba que no había nada más puro ni más valioso en la vida que ver una
felicidad así. Aquella idea se esfumó, y aunque durante algún tiempo creyó
compensarlo con sus niños en las aulas, nunca encontró en sus caras de alumnos
la misma ilusión de quien busca su regalo con forma de azúcar.
Salió del local con su bolsa de chuches y fue
entonces cuando le dio el bajón. Como si de repente se hubiera quedado sin
fuerzas en las piernas, se sentó en un portal, temeroso de tropezarse. Y en
aquel escalón frío de mármol, una angustia que no supo explicar le inundó el
pecho y como si por algún lado tuviera que salir, rompió a llorar.
En qué se había convertido su vida, ¿Qué estaba
haciendo? Con la cabeza hundida entre las rodillas, sus lágrimas caían al suelo,
a un pozo de amargura inconsolable mientras su mano agarraba firme la bolsa de
llena de piruletas.
La llantina cesó. Aliviado, se secó los ojos con las
manos, aún rojos. Las piernas recuperaron su vigor. Se puso en pie. Mientras
retomaba la caminata su boca fue dibujando una sonrisa cada vez más pronunciada
mientras miraba la bolsa de piruletas aferrada a su mano derecha.
Ese día lo decidió. Lo haría. No habría marcha
atrás. Dejaría el colegio. Se establecería por su cuenta. Montaría un negocio.
Había un local libre cerca de la plaza en el barrio. Vendería chuches.
Casi sin darse cuenta ha llegado al portón de su
casa. Ve la ventana del salón abierta. Luisa ya está en casa. Mientras sube las
escaleras repasa lo que va a decirle. Es el último trámite, el más difícil. Antes
de meter la llave en la cerradura resopla. Piensa en que si de verdad le
quiere, lo entenderá…