Aunque sigue siendo en términos jurídicos y políticos un
anteproyecto de ley, o lo que es lo mismo, un bosquejo inicial de una
iniciativa que aun anda en pañales, ya podemos decir que ya está aquí, la
esperada Ley de Seguridad Ciudadana, nombre que ha venido a darle
el Presidente del Gobierno en reciente comparecencia en el Congreso de los
Diputados.
Omitiré las sensaciones que el enunciado de la
misma me ha traído a la mente y las evocaciones que la misma pueda sugerirme.
Es intención de esta entrada hacer una valoración de la iniciativa en si y de
su conveniencia en este momento político concreto.
Ha sido este un meditado y último paso dado en una
clara estrategia de comunicación, ya iniciada semanas atrás y que viene aupada
en volandas tras las tristes consecuencias de la huelga de basuras que
recientemente ha vivido la capital. A las proclamas del Presidente de la
Comunidad de Madrid, señor González, vinieron a sumarse las
de la Delegada del Gobierno en la Comunidad, Señora
Cifuentes, redundando ambos en declaraciones que venían a desembocar en
un mismo objetivo: transmitir a la ciudadanía la necesidad de regular el
derecho a huelga determinando una norma que garantice los servicios mínimos en
caso de que se realicen y que elimine posibles disturbios y desmanes.
A la espera de que el citado proyecto vea la
luz, se insiste en que lo hará como muy pronto a mediados de 2014,
algunas reflexiones pueden hacer en relación a semejante pretensión
legislativa.
En general este gobierno, que vive sustentado por una
mayoría absoluta parlamentaria y que posee un sorprendente recorrido electoral,
si nos atenemos a lo que las sucesivas encuestas le otorgan y cuyo
desgaste es menos notorio de lo que cabría pensarse a estas alturas, más
aun si cabe tras dos años de decisiones impopulares, se caracteriza por
un rasgo más que significativo, y no es otro que el de sentir un profundo
temor.
Dicho de un modo más claro y resumido: Es un
gobierno que tiene miedo a la calle.
Tras el a priori loable deseo de mantener intactos
los derechos de los ciudadanos, parte siempre perjudicada con la convocatoria
de un paro, más si cabe cuando el mismo se refiere a servicios sensibles para
la comunidad, se esconde el deseo irrefrenable de mantener bajo control
cualquier iniciativa que pretenda hacerse fuerte en las calles.
Para
obstaculizar y castigar aquellas acciones que cometan sujetos que se
extralimitan en sus reivindicaciones ya están policía y jueces, cuya labor
consiste en velar por el cumplimiento de la ley y sancionar a aquellos que no
la cumplan con sus actos de sabotaje. Con leyes como esta se pretende
transmitir a la opinión pública que todos los miembros de esos colectivos son iguales
y que es necesario ponerles freno si se quiere garantizar la salubridad de
todos. El fin último además de injusto es sencillamente falso porque no se
ajusta a la realidad. Justicia es perseguir a los culpables no convertir en
sospechosos de delito a todos. Para colmo con iniciativas así se corre el
peligro de soliviantar derechos que están consolidados en regímenes
democráticos. Una vez más, este fin no ha de justificar que se alcance por
estos medios.
Tal vez en el
trasfondo de esto haya que buscar otros argumentos. La derecha de este país
suma a sus ya vetustos temores, el de volver a perder el poder a raíz de
cualquier actividad que se escape a su control y que pueda cocerse en las
calles. El recuerdo de las elecciones de marzo de dos mil cuatro, cuyo
desenlace final dio un vuelco imprevisto a lo que todas las previsiones
marcaban, ha quedado grabado a fuego en el imaginario de un partido que no se siente fuerte
pese a lo que determina la aritmética electoral. Para colmo, el reciente
experimento del 15-M, cuyos perfiles a día de hoy parecen
diluidos, sigue estando presente en un partido y un gobierno que temen que
protestas de ese calibre puedan volverse en su contra, como hicieron con la
anterior administración depositaria del poder ejecutivo. Ante tales mimbres,
consideran del todo necesario mantener bajo cuerda toda pretensión de acción
colectiva, venga justificada o no, por la defensa de los derechos de colectivos
ya de por si castigados de otros modos.
Habría que recordar a algunos inquilinos de La
Moncloa y aledaños lo que significaba (y en teoría aún hoy debe
significar ser liberal). Que relean a los clásicos y se empapen de unos ideales
que este partido y este gobierno no encarnan. Podrían echarle un vistazo a On
Liberty de Stuart Mill, tal vez si lo emplearan como
libro de cabecera no se sintieran impelidos a cometer tropelías como el activar
iniciativas legislativas como esta, que pretende atar en corto bajo la bandera
de la libertad, en lo que, en cambio es una iniciativa de control que se
aproxima a los limites de lo autoritario en su esencia, aunque venga aprobada
por mayoría en la cámara baja elegida democráticamente.
El Gran
hermano de Orwell no deja de estar de plena actualidad, y
es que es una tentación casi inevitable por parte de aquellos que aglutinan el
poder, la de pretender controlar al milímetro a aquellos sobre los que se
ejerce el mismo. 1984 criticó en su base las malas praxis de un
totalitarismo estalinista que dejaba sin margen de maniobra a quienes
vivían en las comunidades socialistas bajo la larga y tupida sombra del telón
de acero. Habría que preguntarse cuan lejos andan de aquello determinadas
prácticas llevadas a cabo en las democracias representativas corrientes, cada
vez más ausentes de convicción y legitimidad para llevar a cabo aquellas tareas
para las que han sido ideadas.