Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




martes, 27 de junio de 2017

El retraso



  Los viernes por la tarde a esas horas no solía haber tráfico, sin embargo en aquella ocasión estaba la calle colapsada. Mala elección traer el coche, se dijo, mientras activaba el GPS, para buscar un camino alternativo. Apenas quedaba media hora para el encuentro y aún tenía camino por delante.

  Mientras sus dedos toqueteaban en el navegador, pensaba en Natalia. Llegó al departamento dos años antes, de vuelta a Madrid tras una larga estancia en  Londres, con recomendación del director de marketing, íntimo de sus padres. Solvente, brillante, pero también humilde, poco a poco fue ganándose el respeto de compañeros y la atención de Ernesto, su jefe, que al igual que los demás, miraba con más o menos disimulo sus largas piernas, con frecuencia motivo de distracción, ya fuera cuando iba al cuarto de impresoras o al archivo, siempre acompañadas por su taconeo acompasado. 

 No fue hasta la cena de navidad de su primer año cuando hablase por primera vez con ella, sin informes ni tratos formales, ya con la gente achispada por el vino y las copas y la lengua suelta falta de pudor que la contuviese. Aquella noche Ernesto vio en los ojos de Natalia un brillo especial  y en sus labios un deseo ardiente, que le pedía perderse en esa boca, necesitado como estaba de sentir pasión, esa misma que con Maite, su mujer, se había diluido muchos años atrás. 

 Las cosas fueron siguiendo su curso. Natalia demandaba cada vez más atención, pero Ernesto dudaba, con esa indeterminación que siempre mostró en las relaciones personales, que sin embargo eran seguridad y aplomo en el trabajo. Esa mezcla de volubilidad y firmeza fascinaba a Natalia, que sin embargo, no había conseguido mayor progreso que tomar una copa a escondidas en algún bar perdido de carretera o algún beso furtivo en el coche. La paciencia parecía agotarse y Ernesto tenía que mover ficha.

 Quiero pasar una noche entera contigo, le soltó un lunes, antes de la reunión de jefes de equipo. Aquella frase a Ernesto no le sonó a nada erótico precisamente. Sabía que era una especie de ultimátum. No había tiempo para más juegos, ni para aventuras adolescentes. Aquella misma noche cogió su tarjeta de gastos de empresa, y con ella reservó habitación en el Ritz. Tendría que ser un viernes; Maite y los niños ya estarían en Guadarrama, para pasar el fin de semana; se excusaría con cualquier tema de trabajo, como otras veces. Quería impresionarla. Cenarían en la habitación. Encargó flores y champán. Después de aquella noche sería como empezar una nueva vida, de cero.

 Dejó por fin el coche en una plaza que hacía esquina, apartada y discreta, en el parking de Montalbán, y salió a la calle con paso ligero. Llegaba tarde. Pasaban diez minutos de las nueve y Ernesto miraba una y otra vez el móvil, esperando que Natalia le contestara al mensaje, avisándole de que llegaría tarde. Distraído como estaba con eso, de repente se encontró delante de la entrada del hotel que con sus rejas negras y motivos dorados relucía espléndido bajo las primeras luces de la noche. La puerta de entrada estaba casi vacía. Tan solo un conductor recostado sobre un Audi azul oscuro, aparcado justo delante, estaba en ese momento, seguramente esperando para recoger a alguien. Entró con paso diligente y cuando sus pies estuvieron sobre la alfombra floreada del hall del hotel, dudó qué hacer, si seguir andando sobre ella en dirección a las escaleras  o coger el ascensor, algo para lo que tendría que pasar por delante de la recepción. Se impuso la lógica. Había reservado una suite en la quinta planta. Pasó delante del vestíbulo dando las buenas noches,  sintiéndose protegido por su aspecto impecable trajeado, que sería la mejor manera de pasar desapercibido y de que nadie reparase en él. Sabía que arriesgaba planeando la primera noche en el hotel más aparente y visible, pero asumía el riesgo como una muestra de amor que estaba seguro Natalia sabría apreciar. Ya en el ascensor, entretenido en contar las luces de los botones de cada piso que se encendían y apagaban, llegó a la quinta planta y tras caminar un poco más abrió la puerta de la habitación, con la tarjeta que le habían hecho llegar a su despacho.

 Para sorpresa de Ernesto. Natalia no estaba. El teléfono de la habitación sonó en ese momento; lo localizó sobre una mesilla lacada en blanco y estilo clásico al lado de la cama, que con un dosel recogido rojo a modo de cabecero daba a la habitación aires de suite imperial. Un empleado preguntaba a qué hora debían subir la cena. Ernesto dijo a las diez y media. Tendría así algunos minutos para localizar a Natalia. El balcón, con las cortinas ligeramente abiertas, dejaba entrar la luz de la calle; hasta él se acercó mientras el teléfono daba señal marcando el número de ella. Las copas de los árboles en la Plaza de la Lealtad y al fondo las columnas del Palacio de la Bolsa componían una imagen única de luz y brillo, una atmósfera idílica interrumpida tan solo por el ruido del tráfico en el Paseo del Prado.

 Después de la cuarta llamada, de repente desistió. Algo le decía en su fuero interno que no vendría. Daba paseos por la habitación, entraba y salía del baño. No sabía qué hacer. El servicio de habitaciones puntual, trajo la cena. La lubina que tanto gustaba a Natalia aparecía humeante sobre una bandeja de plata, que el camarero descubrió para preparar el plato y retirar con destreza la sal. Cuando se quedó solo, sonó su móvil. Era Luis, el de marketing. Iba de camino al Ramón y Cajal. Allí habían trasladado a Natalia tras sufrir con su coche un accidente en la Avenida de la ilustración. Estaba muerta.

  Ernesto, se quitó la chaqueta, se aflojó el nudo de la corbata y se sentó;  se sirvió una copa de vino, un Ximénez Spínola, de dos mil catorce. A cada sorbo que daba, una lágrima se le caía por la mejilla, como si sus ojos destilaran aquel caldo que en vez de afrutado, sabia a pura amargura.

viernes, 23 de junio de 2017

La entrevista



-Tú no te preocupes, cuando llegues a la entrada mira a tu izquierda y dirígete a la sala que está al final, junto a las cristaleras. Allí te estará esperando Teresa que te preguntará si vienes para la entrevista del puesto de encargado y te dará el formulario que tienes que hacer como que rellenas, compórtate con naturalidad y ya está-.

    Esas eran las instrucciones que me dio David, y con ellas llegué al hall del Hotel Carlton a las cinco menos diez, un poco antes de la hora que me había indicado. No sabía realmente por qué estaba tan nervioso. Apenas si iba a ser un mero figurante que se sentase en uno de aquellos sillones donde ya estaban Emilio, Ángel y Nuria haciendo el mismo paripé que comenzaba yo en ese instante. Teresa me recibió como estaba previsto. Estaba guapísima con un vestido de dos piezas que parecía el uniforme de una azafata de avión. Al fondo, en una mesa instalada en un rincón, adoptando aires de mucha profesionalidad, David y su colega, un profesor de la escuela de criminología, hacían como que miraban documentos, muy en su papel de entrevistadores. Cogí mi formulario y una vez acomodado empecé a leerlo, si bien cada poco levantaba la mirada para ver que hacían mis compañeros de reparto, y mientras tanto ni rastro del protagonista de este sainete, cocinado por David, con el objeto de conseguir una prueba caligráfica que usar en un juicio por daños y perjuicios para su clienta, una empresaria de hostelería arruinada por su ex pareja a quien había contratado como camarero y con el que acabó manteniendo una relación sentimental destructiva; aquella mujer se convirtió así en el primer cliente de David, poco después de que consiguiera la licencia de detective privado.

     Los minutos pasaban lentamente; probablemente empujado por la comodidad de aquel mullido sillón, mi cuerpo fue relajándose, llegando a lanzar una tímida sonrisa a Nuria que sentada a mi lado, con los ojos, parecía decirme, ¿ Qué pasa, no aparece este tío o qué? Las manijas de mi reloj parecían no obedecer al tiempo que como si estuviera congelado nos mantenía maniatados en una situación artificial en medio del trajín cotidiano del hotel. Ir y venir de maletas, camareros con bandejas y bebidas, Unos críos jugaban con un oso de peluche en recepción mientras esperaban a que sus padres terminaran de realizar sus gestiones en el vestíbulo... Entretenido estaba en observar al público de aquel hotel a esa hora de ese viernes de mayo, cuando sin darme cuenta, nuestro sujeto apareció.

Tendría unos cuarenta años, moreno, alto, de pelo lacio bien cortado y peinado hacia un lado, sin apenas canas, adornaba su cara con unas gafas de montura redonda plateadas, que le daban un aire interesante, un tanto bohemio. Vestía una camisa a rayas bien planchada y unos pantalones de pinzas oscuros que conjuntaba con unos zapatos negros italianos muy limpios.  Cuando Teresa le abordó para darle su formulario, le echó a esta la misma mirada interesada que un rato antes le había echado yo. Cogió su folio, su bolígrafo, y sin más se sentó en uno de aquellos sofás donde nosotros esperábamos desde hacía un rato, donde estábamos esperándole a él. La casualidad quiso que un segundo antes quedase libre justo el que estaba en frente de mí, con lo cual, cara con cara lo tuve delante durante unos minutos.

Como si alguien me hubiese reactivado por dentro apretando algún tipo de botón, inmediatamente dejé mi actitud pasiva y observadora y me puse a escribir en aquel formulario que creía que no tenía que tocar, cosa que con la presencia del protagonista de la farsa cambió. Con parsimonia fui escribiendo mi nombre, mis apellidos, al tiempo que pensaba en qué estaría haciendo él. 

      La curiosidad me podía así que alcé la cabeza como si estuviera haciendo que pensaba en algo, cuando al mirarle, note que él estaba haciendo lo propio conmigo. Durante unos instantes nuestras miradas se cruzaron, y así estuvieron hasta que yo me decidí a apartar la mía. Frío, con cierto desdén, clavó sus ojos en mí con la rotundidad propia de una persona fuerte y segura de sí misma. Me miraba sin mirarme, seguramente porque de ese modo su mente se desentendía de lo que había en sus manos, un papel y un bolígrafo, que apenas si había utilizado. Apenas si había escrito una palabra a medio terminar que parecía ser un nombre. Tal vez algo no le cuadraba, o se sentía incómodo asistiendo a ese proceso de selección de un encargado de restaurante, que por ser para una hipotética franquicia se hacía en un hotel y no en el propio local, como corresponde al modo habitual de entrevistas del mundo de la hostelería. 

     Repentinamente empecé a sudar. Me vino esa sensación tan poco agradable de sentir como mi cuerpo transpiraba y comencé a olisquearme como si fuese un perro, por temor a que mi cuerpo o mis ropas pudieran generar algún tipo de mal olor. Estaba cada vez más incómodo y cada vez que alzaba la cabeza ahí estaba él que como si fuese una estatua apenas se movía, manteniendo su mirada puesta en quien tenía delante, o sea en mí. ¿Se estará dando cuenta?, me dije, a quien su postura empezaba a intimidarme de ya  de manera considerable. ¿Se habrá dado cuenta del montaje, y habrá visto algo que le haga sospechar? ¿Seré yo el culpable? Mis dudas tocaron a su fin gracias a Teresa, mi salvadora, que comenzaba el siguiente acto llamando a mi inquisidor vecino por su nombre, que resultó ser Fernando, para que hiciese su entrevista fingida. Y así se levantó y se fue; aprovechando que me daba la espalda di un resoplido que oyeron todos mis compinches produciendo un alborozo contenido en ese momento que pasó más tarde a risa generalizada en la cafetería de la Calle Atocha, donde nos reunimos todos después para comentar la experiencia y en la que fui casi tan protagonista como Teresa y los entrevistadores, que eran con mucho los que verdaderamente habían arriesgado en esta escena.
      David y su profesor consiguieron que Fernando escribiera algunos datos completos y ese papel fue a parar a manos de un juez, acompañado de una declaración de un perito que cotejó aquellas palabras con otros escritos donde su letra y su firma aparecían suplantando la de aquella mujer que gracias a la pericia de David ganó el juicio. Han pasado los años y recuerdo la experiencia como algo gratificante; ayudamos a aquella pobre mujer, pero si hay algo que no olvidaré nunca es el rictus y los ojos de aquel sujeto de mirada fría que si algún día volviera a ver, reconocería seguro. Y al pensarlo me surge una duda que me inquieta como me inquietó aquella noche cuando me acosté temprano, más cansado de lo habitual por culpa de las emociones vividas. 

        Si me viera él de nuevo, ¿Me reconocería a mí?


martes, 20 de junio de 2017

Paripés

 La cosa va de hacer paripés. Tratar de dar una imagen muy distinta de lo que se pretende en realidad. Deja perplejo ver el grado extremo de tacticismo que acusan los partidos en este país. Más pendientes de tantear al adversario, que de plantear soluciones a una ciudadanía muy quemada.

 El aburrimiento empieza a ser manifiesto. Que si una moción de censura que todos sabíamos que no iba a llegar a ninguna parte, porque no iba a contar con los suficientes apoyos, defendida en el hemiciclo por un partido que insiste en asumir el rol de principal fuerza de la oposición, sin tener suficientes apoyos para ello. La necesidad de hacer ruido a base de organizar actos de pandereta solo pone de manifiesto una cosa: es un síntoma de debilidad. Quien tiene argumentos y sabe que éstos calan en el electorado, no necesita de tenderetes ni mandurrias.

 La cosa tiene bemoles. Aquel que debería tirar del carro y dar la réplica al partido de los juzgados, es un partido en las instituciones descabezado. Con un líder repuesto en su trono, sin voz ni voto en ninguna de las dos cámaras de representantes. Aqui el tacticismo es interior, movimientos de ficha para debilitar a la noble clase del partido, cargado de nombres que hace tiempo dejaron de tener sustancia tras sus curriculums. Y mientras su electorado, desconcertado, no sabe si el partido  gira a la  izquierda o se queda en terreno moderado, auspiciando para ello iniciativas que más parecen un paso atrás que adelante. ¿ Federalismo? Cataluña o Pais Vasco tienen más competencias que cualquier Land alemán.  El Estado autonómico español es estudiado en Europa como una rareza política, como un constructo politico a medio camino entre el estado federal y la confederación. ¿Estado plurinacional?, tanto ruido para cambiar "nación de nacionalidades" por "nación de naciones". Siempre más pendiente de los matices que de la sustancia. Qué pais este. Por una palabra ponemos todo patas arriba.

 Dice Alfonso Guerra, al que de un tiempo a esta parte ponen a caer de un burro por decir obviedades, que la única herencia clara que queda en este país del franquismo es el nacionalismo. Tan obvio que parece ridiculo que sea titular de un periódico. Tanto ruido y tanta charanga para reducir todo a un nuevo reparto del pastel. La tarta de las autonomías no conviene a todos, y hay que cambiarla; hasta que no haya una nueva forma de chupar del frasco, seguiremos viento en popa, referéndum a toda vela, no cortando el mar, sino dejando a la gente con miel sobre hojuelas.

 Paripés, paripes y más paripés. Y mientras "el de los puros" más desaparecido que el Arca perdida de Noe. Ni para ir a homenajes de víctimas de campos de concentración, algo siempre muy apetecible por la foto, está. Ganando tiempo para cerrar una legislatura que, toda ella es un enorme paripé. Donde todos dicen que hacen, parece que hacen, pero nada mueven, porque no les interesa.