Los viernes
por la tarde a esas horas no solía haber tráfico, sin embargo en aquella
ocasión estaba la calle colapsada. Mala
elección traer el coche, se dijo, mientras activaba el GPS, para buscar un
camino alternativo. Apenas quedaba media hora para el encuentro y aún tenía
camino por delante.
Mientras sus
dedos toqueteaban en el navegador, pensaba en Natalia. Llegó al departamento dos
años antes, de vuelta a Madrid tras una larga estancia en Londres, con recomendación del director de
marketing, íntimo de sus padres. Solvente, brillante, pero también humilde,
poco a poco fue ganándose el respeto de compañeros y la atención de Ernesto, su
jefe, que al igual que los demás, miraba con más o menos disimulo sus largas
piernas, con frecuencia motivo de distracción, ya fuera cuando iba al cuarto de
impresoras o al archivo, siempre acompañadas por su taconeo acompasado.
No fue hasta
la cena de navidad de su primer año cuando hablase por primera vez con ella,
sin informes ni tratos formales, ya con la gente achispada por el vino y las
copas y la lengua suelta falta de pudor que la contuviese. Aquella noche
Ernesto vio en los ojos de Natalia un brillo especial y en sus labios un deseo ardiente, que le
pedía perderse en esa boca, necesitado como estaba de sentir pasión, esa misma
que con Maite, su mujer, se había diluido muchos años atrás.
Las cosas
fueron siguiendo su curso. Natalia demandaba cada vez más atención, pero
Ernesto dudaba, con esa indeterminación que siempre mostró en las relaciones
personales, que sin embargo eran seguridad y aplomo en el trabajo. Esa mezcla
de volubilidad y firmeza fascinaba a Natalia, que sin embargo, no había conseguido
mayor progreso que tomar una copa a escondidas en algún bar perdido de
carretera o algún beso furtivo en el coche. La paciencia parecía agotarse y
Ernesto tenía que mover ficha.
Quiero pasar una noche entera contigo, le
soltó un lunes, antes de la reunión de jefes de equipo. Aquella frase a Ernesto no le sonó a nada erótico precisamente.
Sabía que era una especie de ultimátum. No
había tiempo para más juegos, ni para aventuras adolescentes. Aquella misma
noche cogió su tarjeta de gastos de empresa, y con ella reservó habitación en
el Ritz. Tendría que ser un viernes;
Maite y los niños ya estarían en Guadarrama,
para pasar el fin de semana; se excusaría con cualquier tema de trabajo, como
otras veces. Quería impresionarla. Cenarían en la habitación. Encargó flores y
champán. Después de aquella noche sería como empezar una nueva vida, de cero.
Dejó por fin el
coche en una plaza que hacía esquina, apartada y discreta, en el parking de
Montalbán, y salió a la calle con paso ligero. Llegaba tarde. Pasaban diez
minutos de las nueve y Ernesto miraba una y otra vez el móvil, esperando que
Natalia le contestara al mensaje, avisándole de que llegaría tarde. Distraído
como estaba con eso, de repente se encontró delante de la entrada del hotel que
con sus rejas negras y motivos dorados relucía espléndido bajo las primeras
luces de la noche. La puerta de entrada estaba casi vacía. Tan solo un
conductor recostado sobre un Audi azul oscuro, aparcado justo delante, estaba
en ese momento, seguramente esperando para recoger a alguien. Entró con paso
diligente y cuando sus pies estuvieron sobre la alfombra floreada del hall del hotel,
dudó qué hacer, si seguir andando sobre ella en dirección a las escaleras o coger el ascensor, algo para lo que tendría
que pasar por delante de la recepción. Se impuso la lógica. Había reservado una
suite en la quinta planta. Pasó delante del vestíbulo dando las buenas
noches, sintiéndose protegido por su aspecto
impecable trajeado, que sería la mejor manera de pasar desapercibido y de que
nadie reparase en él. Sabía que arriesgaba planeando la primera noche en el
hotel más aparente y visible, pero asumía el riesgo como una muestra de amor
que estaba seguro Natalia sabría apreciar. Ya en el ascensor, entretenido en contar
las luces de los botones de cada piso que se encendían y apagaban, llegó a la
quinta planta y tras caminar un poco más abrió la puerta de la habitación, con
la tarjeta que le habían hecho llegar a su despacho.
Para sorpresa
de Ernesto. Natalia no estaba. El teléfono de la habitación sonó en ese momento;
lo localizó sobre una mesilla lacada en blanco y estilo clásico al lado de la
cama, que con un dosel recogido rojo a modo de cabecero daba a la habitación
aires de suite imperial. Un empleado preguntaba a qué hora debían subir la
cena. Ernesto dijo a las diez y media. Tendría así algunos minutos para localizar
a Natalia. El balcón, con las cortinas ligeramente abiertas, dejaba entrar la
luz de la calle; hasta él se acercó mientras el teléfono daba señal marcando el
número de ella. Las copas de los árboles en la Plaza de la Lealtad y al fondo las columnas del Palacio de la Bolsa componían una imagen
única de luz y brillo, una atmósfera idílica interrumpida tan solo por el ruido
del tráfico en el Paseo del Prado.
Después de la
cuarta llamada, de repente desistió. Algo le decía en su fuero interno que no vendría.
Daba paseos por la habitación, entraba y salía del baño. No sabía qué hacer. El
servicio de habitaciones puntual, trajo la cena. La lubina que tanto gustaba a
Natalia aparecía humeante sobre una bandeja de plata, que el camarero descubrió
para preparar el plato y retirar con destreza la sal. Cuando se quedó solo,
sonó su móvil. Era Luis, el de marketing. Iba de camino al Ramón y Cajal. Allí habían trasladado a Natalia tras sufrir con su
coche un accidente en la Avenida de la
ilustración. Estaba muerta.
Ernesto, se
quitó la chaqueta, se aflojó el nudo de la corbata y se sentó; se sirvió una copa de vino, un Ximénez Spínola, de dos mil catorce. A
cada sorbo que daba, una lágrima se le caía por la mejilla, como si sus ojos
destilaran aquel caldo que en vez de afrutado, sabia a pura amargura.