Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




viernes, 30 de agosto de 2019

Rituales y sacrificios

 Leo que han hallado en una tumba en Huamchaco, (Perú),  los restos de doscientos treinta niños en lo que parece ser una suerte de ritual hecho por integrantes de la cultura Chimú para tratar de aplacar los estragos del clima. Los cuerpos que corresponden a niños con edades comprendidas entre los cuatro y los catorce años, suponen el último descubrimiento de enterramientos de este tipo, siempre datados en el periodo precolombino.

 El pasado martes en Coatzacoalcos, Estado de Veracruz, veintiocho personas fueron asesinadas en un Bar llamado El Caballo blanco. Un grupo armado de personas encerró a las víctimas e incendió el local, dejando que se consumieran pasto de las llamas al evitar que pudieran salir cerrando los accesos. Las autoridades consideran que el ataque es un ajuste de cuentas y que la matanza forma parte de la pugna que por el control de la venta de drogas llevan algunos grupos de la zona.

 Al menos quinientos cincuenta años separan unos hechos de otros, y en ambos casos se sigue un ritual y sus correspondientes sacrificios, con resultado de comprobar como gente seguramente inocente acaba inmolada en el altar de una meta que se pretende lograr cabalgando a lomos de lo irracional. Más de cinco siglos de distancia y un punto en común:  lo macabro y cruel de unos crímenes que ponen de manifiesto lo poco que sigue valiendo la vida humana.

  

miércoles, 28 de agosto de 2019

Gota fría

  Lunes por la mañana. Increíble lo cuesta arriba que puede hacerse a veces el comienzo de la semana. Un whastapp me anuncia en el teléfono que una buena amiga esta de paso en Madrid. Quedamos para tomar café. El lunes tedioso y anodino tiene un aliciente para variar y al acabar mi jornada laboral me voy al centro.

  Me espera sentada ya en una mesa de metal y mármol del Café Central, vetusto y elegante como siempre, más ahora desde que un indulto in extremis le ha permito seguir siendo referente de conciertos de música negra, cuando todo hacía prever que cerraría por la subida del precio del aquiler a un local de renta antigua. Alegría, besos y abrazos y un café y un té negro acompañan el breve reencuentro amenizando el toma y daca de preguntas y respuestas que comienza con el inevitable: ¿ Cómo te va todo?

  Es entonces cuando comienza a llover, con lluvia fina al comienzo, que da paso a goterones más grandes que caen como flechas a medida que se incrementa la fuerza con la que cae el agua. Será por la falta de costumbre, porque llevamos meses sin ver una gota, pero de repente la charla se para y se centra en observar las cristaleras del café, comprobando como el agua rebota en el suelo, chapoteando en los charcos que comienzan a crearse, apenas interrumpidas por pasos apresurados de gente que busca refugio para no calarse hasta los huesos.

 Las previsiones hablaban de tormentas de cierta intensidad y en esta ocasión no erraron el pronóstico. Con el paso de los minutos, la intensidad de la lluvia no baja y los charcos terminan por disolverse en torrenteras que comienzan a caer plaza abajo desfilando por un barrio de las letras que imagino un arroyo creciente.

 Mientras sigo con la mirada perdida en las cristaleras, al igual que mi amiga, de repente me acuerdo de una tromba como esta, allá por el año 1995, que como entonces me pillo fuera de casa, pero no al fragor de un café y con compañía como ahora, sino en plena calle y  camino de encontrarla ya que iba a una residencia de estudiantes, donde había quedado para recoger a mi novia de entonces. El ansia por no llegar tarde pudo más que la lógica y me lancé en una carrera desenfrenada desde mi colegio mayor hasta la boca de metro que me hizo calarme completamente. El traslado en el subterráneo, mucho más lento de lo habitual, terminó con mi llegada a la Glorieta de Bilbao donde el agua comenzaba a anegar los accesos de la estación hasta llegar a los tobillos, y al salir a la calle de puntillas, más agua me esperaba en mi recta final hasta dar con el portal de entrada de la residencia.

 De cuanta agua podría llevar yo encima seguramente diera buena cuenta la mirada sorprendida de la monja que aquella tarde estaba en la portería; mientras llamaba por megafonía a Sonia no paraba de echarme miradas, mitad de incredulidad y de reproche, que no hacían más que acrecentar mi sensación de sentirme un completo fantoche en ese momento. Y para colmo de males peor aún fue la que me lanzó mi novia, que debió creer que iba a buscarla montado en un corcel negro y vestido de príncipe y en cambio se encontró a un mindundi calado hasta los calzoncillos, más próximo a pillarse una pulmonía que de iniciar un paseo de cuento con su prometida. 

 Aquella tarde se anegó una parte de la M30 porque los responsables del viejo cauce del Manzanares no abrieron las esclusas para desalojar agua, y la final de Copa del Rey, celebrada en el Paseo de la Castellana, entre Valencia y Deportivo de La Coruña debió de ser suspendida, para reanudarse algunos días después. Yo por mi parte me llevé la bronca de turno, que terminó en reconciliación en el viejo Speak Easy de la Calle Francisco de Rojas.

 Ana me mira y se ríe. Dice que hace rato que lleva observándome y que le encantaría saber en qué estoy pensando. Me sonrío y le pongo al corriente de mi cita con Sonia de aquella tarde de Junio, puede que tan pasada de agua como esta. Y sin querer le cuento mi historia con aquella chica con la que apenas llegué a salir medio año: Solo recuerdo de ella que estudiaba económicas en el CEU y que era de Pedro Muñoz, un pueblo de Ciudad Real. Quien sabe, quizá si me la cruzo algún día la reconozca, le digo a mi amiga mientras pedimos otro té y otro café, con la excusa de que no se puede salir por culpa del agua.  

  Hay veces que los lunes pueden ser adorables, con confesiones de una tarde de lluvia y de gota fría.

lunes, 26 de agosto de 2019

Un torero al agua

   Andaba disperso y divagando,como de costumbre al salir del trabajo,  sentado en el 140, con la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla del autobús, camino de casa.

  Justo en una de las paradas del trayecto de la linea, mis ojos se fijaron en un cartel anuncio de una autoescuela, donde se ofrecían cursos de carretillero.

 - Carretillas elevadoras claro, me dije, pensando en lo que leía, al tiempo que mi memoria me traía recuerdos de hace más de veinte años.

 Si, hace veinte años trabajaba de mozo de almacén en un centro logístico de distribución que la Cadena Día tiene en las afueras de Sabadell. Con una extensión equivalente a varios campos de fútbol, aquel centro suministraba pedidos a mas de seiscientas cincuenta tiendas en Cataluña y Baleares, y a algunas tiendas de Grecia.

 Vestido con mi inevitable uniforme rojo, y botas con refuerzo en la puntera, montado en una carretilla con dos palas horizontales cargaba mi hoja de pedidos que alcanzaba los mil seiscientos bultos de media diaria, en las ocho horas que escrupulosamente cumplía entre las dos de la tarde y las diez de la noche.

 ¿ Cómo acabé de mozo de almacén? Uff, es una larga historia, y quizá diera para escribir una novela; cansado de intentar ejercer de vendedor de seguros para Agrupació Mutua, y de no recibir más ofertas de trabajo que para puestos de comercial, me animé a probar la experiencia de trabajador de perfil bajo. Y de ese modo obtuve un modo de ganarme la vida en los apenas nueve meses que viví en Barcelona.

 De entre las muchas cosas que llamaban la atención en aquellas naves estaba la megafonía, instalada con una potencia tremenda que hacía que cada vez que alguien hablase por alguno de los micrófonos habilitados se escuchara un estruendo tremendo.

 Uno estaba instalado junto a la zona de los palets del agua mineral, convenientemente precintados con plástico y celulosa para que su líquida carga apilada botella sobre botella, no se viniera abajo. Tan juntos estaban unos de otros, que para poder moverlos de su sitio era necesario requerir la intervención de un carretillero que con la fuerza de su máquina y la maña y destreza de su manejo, pudiera ayudar a cargar la mercancía. 

 No recuerdo cuantos carretilleros tenía el almacén por turno, pero a pesar de ser unos cuantos, apenas si daban abasto para cubrir la extensión de la nave, repleta de calles y calles armadas con estantes que llegaban hasta el techo de uralita, rebosantes de comida, bebida, productos textiles y otros de consumo doméstico.

 Dada la rapidez de las maniobras, y la necesidad de acortar los tiempos, también claros y concisos debían ser los mensajes a transmitir por la megafonía, por eso cuando alguien cogía el micrófono para demandar la presencia de una carretilla elevadora, el mensaje que se escuchaba era:

- ¡Un torero al agua, un torero al agua!

 Debí poner una cara de perplejidad que dibujara en mi rostro un gesto absurdo la primera vez que escuché ese mensaje, el día que me incorporé a mi puesto y andaba recibiendo formación, que el chico que lo estaba haciendo no pudo menos que partirse de la risa. A medida que iba viendo al carretillero faenar para mover los palets, me explicó que en Cataluña a las carretillas las llaman toros y que, por lógica pura, a sus conductores, toreros.

 Arranca el autobús y dejamos atrás la autoescuela. Continuo con la cabeza apoyada en el cristal mientras pienso en cómo debieran haber redactado el anuncio del cartel; ¿ Se dan cursos de torero, se forman toreros, se enseña a manejar un toro? Inevitablemente no puedo hacer otra cosa que reírme, mientras dejo que mi mente vuelva a su estado divagante, como siempre, después de ocho horas de ordenador y hojas en excel.