Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




martes, 23 de agosto de 2016

Aeropuertos

  Tiene gracia lo contradictorias que podemos llegar a ser las personas, como en pequeños espacios podemos declararnos favorables y contrarios a cosas que tienen todo en común. Fiel a esa condición innata de los seres humanos, yo soy un buen baluarte del estado de paradoja permanente en que vivimos los sujetos pensantes, capaces de dar la bendición y de denostar prácticamente la misma cosa, como si se tratara de una especie de sofismo que va más allá de ser una cualidad filosófica.

  Quienes me conocen bien saben de mi escasa simpatía por los aviones. En cualquiera de mis desplazamientos la opción de coger un vuelo es siempre la última de mis preferencias, quedando relegada a alternativa final o al clásico ,es que no te queda otra o es absurdo perder horas en hacer el mismo recorrido en tren o autocar.


 Sin embargo este año ha sido el año de los aviones.  Por circunstancias diversas, desde el pasado mes de mayo he realizado varios viajes por Europa que me han llevado a Italia, Alemania y Francia. Con motivo de la conmemoración del veinte aniversario del año Erasmus en Milán, del que ya di cuenta en este blog en otra entrada, para cubrir la prometida visita a mi amigo Agustín en su atalaya hannoverina, o para pasar unos días maravillosos recorriendo una parte de Francia, tal y como había planeado con otro gran amigo, Jorge, que entre otras cosas me han llevado a descubir la belleza indescriptible de La Provenza.

  Como no podría ser de otro modo, el avión ha sido el medio elegido para mis desplazamientos.  Ryanair, Swissair, Lufthansa y Transavia han movido mis huesos por el viejo continente, desde un Madrid Barajas,  que se ha constituido como base de operaciones. Siempre como si se tratase de un ritual, los dias previos a coger el vuelo en cuestión, mi grado de sugestión va in crescendo, alcanzando su apogeo en el momento en que la azafata de turno dice la celebre frase: cerramos puertas, armamos rampas y cross check, momento en que un grado de ansiedad importante atenaza mi cuerpo, acelerando mi ritmo cardíaco, tensando los músculos de mi cuerpo que se vuelven rígidos y obligándome a abrir la boca todo lo que puedo para tratar de atrapar un aire que por momentos parece que se niega a entrar en mis pulmones. Es cuestión de apenas unos segundos, no sabría decir cuántos, dudo que lleguen ni a diez, en que ese estado mezcla de confusión, pavor y claustrofobia al saber el vuelo cerrado sin que sea posible marcha atrás alguna, salvo la de montar un señor pollo que conlleve salir literalmente en los periódicos; y del mismo modo que viene ese estado de alteración, a modo de vaivén, viene la caída en forma de relajación paulatina que también en apenas unos segundos me devuelve a un estado de normalidad gracias a la racionalizacion del momento, que no obedece a otra cosa que a ver a la tripulación realizar sus quehaceres de cerrar los compartimentos de equipaje e iniciar la demostración de instrucciones de vuelo. Siempre me digo lo mismo:  Si estos se atreven a entrar aquí y lo hacen reiteradamente es porque es seguro. Una rápida mirada a la parte del pasaje que está en mi ángulo de visión termina  por calmar mis nervios hasta el punto de hacerme entrar en un estado de somnolencia que en algunos casos me ha llevado a dormirme en plena maniobra de despegue, ¡Parece una broma!, ¿ Cómo se pude pasar de estar atacado de los nervios a quedarse uno dormido? En fin...  Hablar de turbulencias y del pánico que estas generan cuando son muy violentas sería redundar en algo que nos atañe a todos porque nada resulta más molesto que notar aquel aparato de fuselaje de hierro cimbrearse de aquella manera que parece que va a romperse, sin embargo las turbulencias me producen menos pavor que esta primera fase de acometida de un vuelo antes narrado. La parte final del trayecto reconozco que la disfruto al comprobar la maniobras de pilotaje que llevan a las alas a mover, subir y bajar sus infinitos paneles y sectores, sin los cuales el avión no conseguiría mantenerse nivelado. El terminar de sentir como se posan las ruedas sobre la pista unas veces de un modo suave, otras, dando un bote y comprobar como el avión se frena en apenas unos cientos de metros partiendo de una velocidad seguramente impresionante forman la parte final de esta especie de ritual de vuelos que empieza siendo un pequeño tormento para acabar creando un deleite sin duda disfrutado cuando me toca estar en ventanilla.

 Todos estos avatares en cambio se trocan en paz, sosiego e incluso gusto cuando de lo que se trata es de hablar de las instalaciones para pasajeros de los campos de vuelo. Lo reconozco, me gustan los aeropuertos. Me producen placer, me transmiten confianza, siento curiosidad de deambulear por sus zonas de tiendas y me  encanta observar a la gente que transita por ellos, creando un crisol de lo mas variopinto en cuestión de razas, atavíos y formas de comportarse de cada cual. Si a todo eso le sumamos las indicaciones, casi siempre nítidas y sencillas de entender y seguir, convierten a las terminales en lugares donde uno no tiene miedo, no al menos de perderse, ideales para hacer lo más llevadero posible ese periodo de tránsito que nos lleva a todos a visitarlas por razon de algún viaje. Qué curioso que esas instalaciones cuyo confort varía de un aeropuerto a otro, se hayan creado para que por ellos circulen los aviones, esos mismos que antes de salir y llegar ponen mis nervios al límite. Será una forma de equilibrar la balanza, esa en donde ocurren cosas de todo tipo y en dónde uno ha de encontrar el equilibrio para continuar su trayecto. Como la vida misma.