Es la última del año. Mañana víspera de la noche más vieja, no toca aporrear las teclas porque es sábado, de ahí el anticipo del final.
Ni tiempo de hacer balance. Tal vez la semana que viene me ponga en faena.
Año viejo que dejas recuerdos imborrables, cambios insospechados, ilusiones incipientes.
Más canas que peinar, ahora con el cambio de prefijo, con buen ánimo y analíticas sin grandes preocupaciones. Cincuenta años dando guerra. Feliz de haber llegado hasta aquí.
Guindillas para el hocico por decir palabrotas.
Ni jarabe de cinturón, ni pantuflas en ristre, ni coscorrón en el colodrillo. A fuerza de limpiar la lengua, que sea la picazón corrosiva en el paladar, la que imponga penitencia. Remedios de botica para enmedar la conducta.
En estos tiempos de expiar conductas que se salen de la norma, casi toca hablar a escondidas de estos temas. No sea que un juez requerido a tal efecto, dicte sententicia.
Láminas de chocolate blanco,
fino,
que casi transparenta.
Como si fueras cortador de jamón,
hundes la hoja en el manjar,
que se corta como si fuera,
mantequilla.
Cuanto más fino,
más sabroso.
Láminas de dulce suave,
paladar que se divierte.
Soñar con chocolate,
es el comienzo del disfrute
cuando llegue el estado de vigilia.
El caso es dar y repartir. Que no se diga que no se da. Luego ya veremos de dónde sale, cómo lo justificamos.
Tiempos de cheques, pan para hoy y hambre para mañana. Pelota de partido de tenis en ciernes. Volverán los cantos llenos de reproches. Ya no vivimos en la calle, el mundo es una gigantesca red social y la piel es tan fina, que no darse por ofendido te hace muy raro. Tiempos extraños y líquidos, tal y como Bauman los definió.
Tejados persistentes
capas opacas de un oscuro,
que no deja traspasar
ni una brizna de luz.
Como una migraña
que funde a oscuro los días
y baja la persiana sin horarios.
Desde cuando es tan plomizo
el ambiente aquí,
sin termino medio.
Así andamos
a oscuras y nublados.
Reflejo.
Maná que fluye,
por la grifería neonata.
Por más que te hicieras de rogar,
ver cómo te decantas
por los sanitarios,
tan secos,
convierte en espectáculo,
algo tan corriente como habitual.
Ya queda menos,
para que mi nueva normalidad,
Se haga al fin, realidad.
Cual estandarte
cabeza de partida,
Referente único,
Manera de significarse.
Pendón personalísimo,
mascarón de proa,
imagen de marca.
Cual penacho que se luce,
el orgullo sale
en algún momento,
Solo falta adivinar,
por dónde.
Pacientes, el mundo es de los que saben esperar, porque ellos encuentran recompensas a su abnegada labor de aguantar en la espera.
Pero, ¿Se puede aprender a esperar? ¿La paciencia es una virtud innata o se trabaja? Tan sujetos como estamos a las tensiones de la vida, falta saber cuan estoicos somos para alcanzar la ataraxia, o al menos un grado de ella que nos permita ir por la vida con cierta soltura.
Cuesta creer que tengamos esa posibilidad, con esta vida de usar y tirar cada vez más sibilina.
Ansias de traquilidad. Pretensión y objetivo.
Pronto empiezas. Sacar partido y rendimiento, objetivo. Toca asueto, hacer parada, que la única sesión de ocio en las vísperas, es hoy.
Disfrute, aunque la mirada siga fija en la transición. Ya queda menos, ya casi está.
Nada como dejarse llevar. Dejarse sorprender, sin pensar qué puede haber un poco más allá, a la vuelta de cualquier recoveco. Lo importante es estar ahi, moverse. Es tan sencillo como buscar un único y simple cometido, plantearse un reto: estar siempre en ruta.
Sólo arrancando, ya has llegado. Éxito.
Soñé que tenía aletas, que las había comprado en un mercado de miembros cercenados, pugnando duramente con un chino, que quería quedárselas para hacer sopa en su restaurante.
Dos en vez de una, para ayudarme a transitar por las calles, anegadas de agua. También compré unos remos para mi coche, carente de tracción al despegar las ruedas del suelo. Pronto me cansé de mi improvisada trainera, que se movía más lenta que cuando lo hacía a motor. Mis enclenques brazos daban poca emoción a mis trayectos, consumidos a paso de caracol sin cuernos.
Con las puntas de los dedos siempre arrugados, sin apenas sensibilidad para reconocer cosas al tacto, con las manos siempre resbaladizas, incapaces de prensar nada como antaño. Poco a poco fuí descubriendo cómo mi cuerpo iba mutando en algo extraño, en una especie de Frankestein acuático hecho a pedazos, sin pretensión de experimento alguno.
De prontó desperté, en medio del silencio de la noche, sólo interumpido por el repicar de gotas de lluvia, golpeando el cristal de mi ventana. Desde mi escondite, oculto por el edredón, fijé la mirada en esas gotas, que tras caer como misiles, se escurrían lentas por la superficie transparente. Así me quedé dormido de nuevo, sin rastro alguno de ese tritón de andar por casa, en que me había convertido en mi sueño anterior.
Sabe el que no tiene lo que le gustaría tener. No siempre el que lo tiene, se da cuenta y lo aprecia. Sabiduría tan popular como cierta. De menos echa lo que otros tienen de más, o ni siquiera tienen, porque si no le dan ningún valor, es como si no lo tuvieran.Tener para no tener, qué desperdicio.
Más que la cuestión es la percepción. Más vale darse cuenta. Consciencias que dan dicha.
Qué debe sentir el camionero, cuando enfila rectas que no terminan nunca, de noche y a oscuras, sin referencia lumínica que no sea la de los faros proyectores de su propio vehículo, siguiendo las lineas pintadas en el suelo, guía imprescindible cuando la claridad escasea. Nada distrae más ni adormece que seguir el camino recto, siempre.
Rectas, monótonas, sinónimo de corrección según el contexto. Qué suerte, en cambio, no ser camionero vital y llevar una vida con curvas.
La última, a la vez que sorprendente, tiene un toque cómico que no por ello debe caer en saco roto. Un aristócrata histriónico y pintoresco y su cuadrilla, que no reconoce la república federal, a la cabeza del ultimo intento de contubernio en el viejo continente. Ni en las democracias más asentadas deja de existir riesgo de ruído de sables.
Nada está nunca lo suficientemente asentado como para no ser puesto en duda por alguien. Los derechos no se consolidan nunca, por ello nunca hay que dejar de pelear por ellos.
Involucionistas, retrógrados, nostálgicos, nunca dejan de campar, aunque no sea a sus anchas. Que no avancen, es tarea de todos, Malos tiempos para el conformismo acomodaticio de sofá. A la calle, a defender lo que se tiene.
Si ya en El Italiano, el cartagenero Perez Reverte hizo un intento por trasladar sus historias fuera de España, en el caso de Revolución, (Editorial Alfaguara), cubre de plano el objetivo, trasladando los hechos que narra con su pluma al México de Emiliano Zapata y Pancho Villa.
Novela de aventuras trepidante, donde los ojos y movimientos de Martín Garret, ingeniero de minas español, sirven de guía para trasladarse a los espacios donde se produjo el conflicto, que mantuvo en vilo al país a cuenta de los insurrectos que a comienzos de la década de los años diez en el siglo XX, lanzaron un órdago al gobierno férreo y déspota de Porfirio Díaz.
Con su habitual prosa sencilla y documentada,(no en vano este nuevo trabajo ha requerido de una labor cuidadosa de selección del vocabulario propio de la jerga mexicana), Arturo Perez Reverte vuelve a convertir un episodio de la historia en una novela de aventuras, donde las intrigas, la incertidumbre, la pasión y el dolor están presentes de primera mano.
Hay dos maneras de conocer la historia, estudiándola o leyéndola a través de novela histórica. En este segundo campo Reverte es sin duda uno de los más notables divulgadores por su capacidad de llegar a todos los públicos, sin importar qué grado de refinamiento tengan.
Fin de partida, como el libro de Beckett. Catorce años llegan hoy a su fin. Un doble Rubicón se cruza de manera inesperada, casi sin querer.
Mezcla de sensaciones, pero no hay lugar para la tristeza, ni tan siquiera para la melancolía. La vida continua, en otra parte.
Entrega de llaves que abren un campo de posibilidades. Sensación de que sólo es el comienzo de algo más grande, de más cosas. Esta especie de caja de pandora propía de cosas buenas, ha destapado el tarro de todas mis esencias y con él, todas mis posibilidades.
En apenas una hora llegará el momento solemne. Ha tardado más de lo que cabía esperar, pero ya está aquí.
Generación borrosa, es como denominan los médicos a la nueva hornada de niños y pequeños, sometidos a sesiones maratonianas de consumo vía pantalla de terminal telefónico o tableta.
Dónde quedarán aquellos años en que nos prohibían acercarnos a la televisión para no perder vista, mientras veíamos series de dibujos animados. Esclavos de la programación, no como ahora, cuyos visionados son a la carta, a poco que tengamos una conexión a internet.
Tanto entonces como ahora, corremos el riesgo de crear una generación de niños enfermos de la vista. Niños con gafas desde muy pequeñitos, camino de ser, en algunos casos, miopes magnos, aquellos que tienen más de seis dioptrías, siendo el rango de edad entre los nueve y los once años, el más expuesto.
Ya hay quien habla de pandemia silenciosa. Hay adelantos que tienen efectos secundarios, graves. Como en tantas otras cosas, hay que enseñar a emplear estos dispositivos, aplicando en todos los casos la misma panacea: la mesura en el uso y predicando como mayores con el ejemplo.
Sábado tarde. El otoño, que parece renegar de su condición de estación de paso, vuelve a regalarnos otra jornada fría, con una lluvia calabobos que no hace otra cosa sino acrecentar la sensación de baja temperatura.
Acompaño a un amigo a tomar algo por su zona de residencia, cuajada de locales de hostelería donde beber un buen vino o una cerveza. En el restaurante donde nos decidimos a hacer parada y sosta, una terraza acristalada en la entrada desprende aroma a celebración de vísperas de navidad. Gente que bebe y ríe, a la vera de una estufa de butano, que con su llama generosa caldea el ambiente junto a las bebidas.
Desde el interior del local, donde estamos sentados tomando una cerveza, observo la indumentaria de algunos, en mangas de camisa o con camisetas de tirantes, en pleno mes de diciembre. Acondicionadas para ayudar a los hosteleros a ganar clientela en las aceras cuando hace buen tiempo, no deja de sorprender ese interés por estar en este tipo de jaulas acristaladas o de plástico, cuando cae el frío y la noche.
Desconozco qué grado de contaminación extra suponen estas estufas, pero resulta paradójico la querencia por estar fuera cuando el tiempo desapacible invita al recogimiento. Como comprar sandías en enero, puedes tener cosas todo el año, sí, pero no lucen igual, ni tienen la misma calidad, fuera de temporada.
Discusiones por unidades de medida ínfimas. Es, con mucho, lo que más me entusiasma del fútbol; más que las posibles jugadas, goles, filigranas, méritos o cualquier otra incidencia que ocurra dentro de un terreno de juego. Para mi los partidos donde se juegan de verdad es en las tabernas y en sus discusiones, ya sean en sentido figurado o literalmente.
La de ayer no tenía desperdicio y venía a cuento de un balón que todo el mundo vio fuera menos el famoso VAR, ese que escrito con V da tanto juego en los sitios donde se escribe con B.
No era para menos, la revisión de la jugada supuso que los adversarios, venidos desde la otra punta del mundo, se anotasen un tanto que, a la postre, les dio el juego, los puntos y la cabeza de la clasificación del grupo.
Con la camisa que a duras penas le llegaba al cuello a algunos, los locales certificaron su pase a la siguiente eliminatoria. Tras las primeras impresiones de disgusto por el pobre juego ofrecido, (el otro día tras meter siete iban a ganar el mundial y ayer, tras perder contra los hijos del sol naciente no valían ni para apretar tuercas en una factoría), cambiaron las tornas y el centro de atención pasó a las cámaras y a su incómodo veredicto, por contrario a los intereses de los allí reunidos.
Ni la más avanzada tecnología servirá de cortafuegos, para aplacar las iras de los aficionados que, cuando pierden, ven conspiraciones por todos lados. Antes porque erraba el ojo humano, ahora porque mira con exceso de celo la cámara lenta. Sin quejas no hay fútbol. Consuelo de tontos...
No hay peor ciego que el que no quiere ver, ni vidente que vea más que el tiene una fe ciega. Eso deben pensar los que, pacientemente, esperan hasta cinco horas en medio de la calle su turno, con este frío que pela, para comprar un billete de lotería en la administración de Doña Manolita, ubicada en la Calle del Carmen de Madrid.
Porque siempre toca, dicen los avezados buscadores de la fortuna, ¿ Pero, cómo no va a tocar todos los años alguno de los premios, si venden más números y series que ninguna otra administración?
Pocas cosas con mayor ritual y tradición que el de la lotería de navidad, aunque más bien habría que hablar de manías y supersticiones, como lo de buscar un número bonito; por más que lo intento, no encuentro la belleza en los números, más allá de que uno pueda tener uno favorito por cualquier circunstancia.
Veinte días por delante y sabremos los afortunados de este año. A buen seguro que a alguno de los pacientes compradores de Doña Manolita, le habrá merecido la pena la espera.
