Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




viernes, 28 de septiembre de 2018

Cuentos del viejo Nueva York.

    
  Es uno de mis grandes recuerdos, casi diría referentes de mi infancia. Puede que tuviera ocho o nueve años, durante las vacaciones de navidad, aprovechando que la única cadena que emitía por televisión llenaba sus horas de programación con espacios infantiles a tenor de las muchas horas libres de que disponiamos y que mayoritariamente pasabamos en casa; horas de dibujos animados o programas presentados por el inolvidable Torrebruno y la malograda Sonia Martínez.

  Fue entonces cuando supe, a través de una película de dibujos animados, de la existencia de El jinete sin cabeza, personaje siniestro que en las oscuras noches de invierno, perseguía a imprudentes viajeros que se atrevian a internarse en medio de desolados parajes fantasmagóricos. Con unos mimbres así  Imposible que para la imaginación de un niño pasase desapercibida una historia así. Lo que no podía sospechar que tampoco dejaría indiferente a la memoria de los adultos.

  La historia del jinete sin cabeza tiene ubicación física, en Sleepy Hollow, una pequeña villa en el pueblo de Mount Pleasant, dentro del Condado de Winchester en Nueva York. En ella el escritor romántico Washington Irving, sitúa la acción de uno de sus cuentos, el principal y más famoso, que configuran esta pequeña joya de relatos de misterio y terror, que es Viejos cuentos de Nueva York.



  Washington Irving construye esta colección de pequeñas historias que, al igual que hicieron otros escritores consagrados antes que él, atribuye su autoría a un viejo lugareño, entre cuyos legajos encontrados casi por azar, se da cuenta de los aconteceres que se describen como historias locales. Pero en realidad configuran un collage que sirve para entender una parte importante de la Historia de los Estados Unidos: la de sus primeros colonos y descendientes, de origen holandés en el caso de esta zona del nuevo país creado a partir del siglo XVIII. Historias que hablan del día a día de sus gentes, en su mayor parte campesinos, gentes sencillas, poco ilustradas en muchos casos; haciéndose eco de estas historias presuntamente populares, el autor lanza sus andanas y critica el espíritu crédulo de unas personas fácilmente manipulables a través del que sin duda es el mayor de los condicionantes del ser humano: el miedo. 

  A ambas orillas del Hudson, Irving aprovecha las peculiaridades de un paisaje, nutrido de bosques densos y profundos acompañados de escarpadas montañas para construir escenarios tétricos frecuentados por espectros que habitan parajes inhóspitos y se aparecen o piratas que navegan río arriba para enterrar sus tesoros fruto de rapiñas que nunca serán encontrados pese al empeño de alguno de sus vecinos. Historias contadas al calor del fuego de taberna, y la sugestión y persuasión del alcohol y la cerveza, en frías noches de invierno, mimbres necesarios que alimentan un conjunto de  leyendas, construidas a base de creencias transmitidas por el boca a boca, y siempre amparadas en la oscuridad de la noche y sus inidentificables ruidos.

  Sleepy Hollow es hoy una moderna ciudad, en la que no queda rastro de la vieja y austera vida rural habitual en la América del norte de comienzos del siglo XIX. En ella puede visitarse la vieja iglesia holandesa en torno a la cual el descabezado jinete alemán que participase en la Guerra de Independencia cabalgaba persiguiendo al infeliz Ichabord Crane. En sus calles está muy presente el espíritu del cuento de terror, tanto como lo está el autor de este libro, cuyos restos están enterrados en el cementerio de esta pequeña localidad.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Memoria Historica


            Hace unos días caminando desde el intercambiador de Moncloa hasta la sede de la UNED en la calle Senda del Rey, con la intención de visitar a un profesor de filosofía, decidí alterar mi tradicional ruta, que hasta ese día seguía sin variación por la Avenida de la Memoria. En vez de llegar hasta la Avenida de Séneca y desde ahí bajar hasta el Consejo Superior de Deportes, decidí dar un agradable paseo cruzando el parque del Oeste. 

            Me tengo por un buen conocedor de este parque, que tanto en mi etapa de universitario, como ahora en mi vuelta a las aulas, he frecuentado con regularidad, ya sea a pie, en bicicleta subiendo desde el Puente de los Franceses, o en el Autobús, cruzándolo decenas de veces subido en el A que me acercaba al campus de Somosaguas.

            Sin embargo en esta ocasión y para mi sorpresa me cruce en mi idílico paseo con unos inquilinos que no esperaba ver en medio de la arboleda. Alzados de manera imponente, no menos de tres nidos de ametralladoras de hormigón gris, se levantaban en medio de aquel paisaje bucólico.

            Perplejidad, asombro, sorpresa, incredulidad, extrañeza… la lista de calificativos a lo que me ofrecía la vista podría seguir divagando por estas lindes, a tenor de lo que mi cabeza no acertaba a comprender: cómo habiendo pasado tantas veces por esa misma zona nunca me había percatado de la existencia de tan poco camufladas moles.

            Más aún, sabiendo cómo el cerco a Madrid, tuvo su principal línea de contención precisamente en este parque y en esta zona, durante muchos meses, manteniendo a contendientes de uno y otro bando a escasos metros de distancia, sin más actividad que la de marcarse, mientras las hostilidades se desarrollaban en otros escenarios de la España peninsular. Después de haber leído tanto sobre el asedio a la capital, cómo era posible que se me hubiera escapado la existencia de estos nidos de ametralladoras, y como no me había topado con ellos en alguna de mis incursiones por el parque.



            Como llegaba con tiempo a mi cita con mi profesor, y como mi desazón necesitaba de respuestas, me adentré en medio de aquel paraje donde la pinocha de las ramas caídas de los pinos se mezclaba con el color marrón de la tierra del que brotaban esas moles de color gris casi impoluto pese a los años transcurridos, gracias seguramente a la protección de los árboles. Después de dar una vuelta completa a los tres y comprobar lo herméticamente sellados que estaban para evitar que nadie los profanase como siempre ocurre con los edificios viejos o abandonados, mis ojos se dirigieron hacia algún soporte o cartel, que indicase qué construcciones eran y desde cuando estaban allí. 

            No encontré referencia o alusión alguna. Ninguna indicación, ninguna descripción, ningún dato identificativo. Nada.

            Son cientos, los restos y las construcciones que se mantienen en pie relativas a la Guerra Civil. Camufladas, abandonadas o simplemente ignoradas, siguen esperando a que un trabajo riguroso de identificación e inventario busque la forma de preservarlas, al ser todas ellas parte de la memoria colectiva de este país. Deben salir a la luz, deben documentarse y deben enseñarse al público, para que su conocimiento sea la mejor manera de evitar que nunca vuelva a repetirse algo así. Son una parte importante de la tan cacareada Memoria Histórica, que como buenos españoles no dejamos de procrastinar su conclusión, en todos sus parámetros, una y otra vez.
           

miércoles, 5 de septiembre de 2018

El azar y viceversa



        Mi afán por descubrir nuevos escritores, cosa que hago cada cierto tiempo y con ciertas renuencias, pues por mucho que me imponga otra cosa, al final me acabo tirando a mis autores de siempre o del momento, me ha llevado en esta ocasión a leer esta novela de Felipe Benítez Reyes, El azar y viceversa.

Es una novela que con un título como el que tiene, lleva buena parte del camino trazado, pues es más que una simple declaración de intenciones. Con este trabajo, Benítez desarrolla una trama en la que nada está escrito y todo sigue una lógica imperceptible.

Ambientada en Andalucía en escenarios que transcurren entre Cádiz y Sevilla en la parte final de los años plomizos de una dictadura, que por una cosa u otra no termina de quedarse en los libros de historia, por sus páginas desfilan toda un serie de personajes anónimos, pequeños individuos que más destacan por sus rarezas, bajezas o vicios que por cualquier otra cosa que respire o suponga normalidad. Personajes a los que el autor caracteriza con motes de todo tipo: Cupido Bakunin, Fantomas, El tunecino,  el Ranyer, etc. 

Planteada en tono autobiográfico, El Toni, utiliza varias opciones narrativas, en primera persona o como narrador omnisciente, para contar una vida y milagros, la suya, donde solo el principio y el final están escritos de antemano. La pronta perdida de un padre soñador y las segundas nupcias de la madre con el hermano de aquel, son el punto de arranque de una existencia frustrada e insatisfecha donde las experiencias que rayan en lo ilegal configuran el día a día de un raterillo de poca monta habituado a subsistir con pequeñas ñapas.

Con diálogos frescos, de marcada espontaneidad, donde uno al leerlos se imagina a los protagonistas con acento gaditano, Felipe Benítez construye toda una ristra de personajes con cierta sorna y retranca que recuerda a alguno de los creados para sus ficciones noveladas por Ruiz Zafón. Ese estilo desenfadado, campechano termina por calar en el lector que se ve envuelto en los trapicheos del protagonista y sus secuaces.

Pero debajo de esa pantalla vulgar y humilde en que Benítez instala a sus personajes, se esconde toda una gran reflexión sobre qué es la vida, y qué caminos transitan por ella: los que uno elige con mayor o menor éxito, y aquellos otros por los que la diosa fortuna te hace discurrir por mor de las circunstancias. 

El azar y viceversa es un canto a la vida, a vivirla a pesar de todos los pesares, pues nunca sabes que puedes encontrar al doblar alguna de las esquinas por donde transcurre tu propia existencia.  Es un magnífico trabajo de un autor que está llamado a dar mucho que hablar en el panorama de la novela contemporánea española.