Me acuerdo muchas veces de mi pueblo, especialmente
de cuando era una cría.
Es curioso cómo cambia la percepción del tiempo, qué
lento pasa cuando eres una niña, y qué deprisa lo hace cuando te haces mayor.
Recuerdo los veranos que no se acababan nunca, especialmente las tardes con su
calor seco de la meseta, donde solo las chicharras se atrevían a romper el
silencio de las siestas a oscuras.
Pasaba los días enteros andando descalza. No me
importaba clavarme la gravilla, ni las
piedras al andar, que se me pegara algún chicle abandonado que se había
reblandecido por el calor, ni volver a casa con las plantas de los pies negras
como un tizón.
Los veranos eran para ir descalza. Si viviera en un sitio donde siempre hiciera
calor, nunca llevaría zapatos, pensaba.
Recuerdo el dibujo de todos los suelos que pisaban
mis pies, especialmente las baldosas rasposas de la casa de mi abuelo, con
dibujos a cuadrados de color marrón y negro que al mirarlos fijamente hacia que
te marearas. También los bordes de las aceras de la calle, de tamaño irregular
que despostillados de tantos años de uso, me provocaron más de un corte en mis
correrías.
De entre todos los suelos que pisaba el que más me
gustaba era el de los soportales de la zona vieja, justo donde estaban las
pocas tiendas que tenía el pueblo. Quien sabe cuántos años llevarían esas
piedras ahí y cuántas pisadas habrían visto pasar. A mis amigas y a mí nos
gustaba porque estaban frías, muy frías y era un alivio, especialmente después
de cruzar toda la plaza corriendo para evitar los pinchazos de los cantos
rodados. Quitaban el calor casi al instante. Cuando se lo contaba a mi madre no
lo entendía, pero para nosotras era mejor que bajar al río, mucho más
divertido.
Era un suelo de piedra cortada en bloques de gran
tamaño; en los resquicios entre piedra y piedra a veces veíamos salir hormigas,
y otras veces metíamos las colillas y otras cosas que encontrábamos tiradas por
el suelo.
Eran nuestros pequeños tesoros. Allí estaban a buen
recaudo.
Con los años en mi vida he ido guardando muchas
cosas. Siempre que guardo algo siento que lo meto en una de esas rendijas. Allí
están seguras.
Un día caminando sola sin mis amigas por los
soportales vi como una señora me miraba de arriba abajo con una mueca rara que
no entendía.
-
¿Por
qué vas descalza siempre, es que has
perdido tus zapatos?, me dijo
.
Aquella señora vestida de un negro riguroso que con
sólo verla daba calor, salía siempre a la calle con unas pantuflas de invierno.
Sin pensarlo me atreví a decirle:
-
Es
que está muy fresquito el suelo. ¿Ha probado a descalzarse usted y comprobarlo?
Tal vez porque no se lo esperaba, o porque le hizo
gracia lo que le dije, soltó una carcajada. Fue la primera vez que le vi reír y
conmigo muchos que la conocían.
Aquella mujer tenía fama de gruñona y mal hablada.
Desde que había enviudado se había encerrado en su casa a cal y canto y llevaba
el luto más allá de lo que mostraban sus ajadas ropas.
Nos hicimos amigas. Desde entonces la vi a menudo
por los soportales, y cada vez que nos encontrábamos me regalaba una sonrisa y
tenía algún chuche para mí. Más tarde supe que me llamaba la niña que perdió sus
zapatos y que gracias a eso encontró en mi inocencia por primera vez en muchos
años, una razón para sonreír.