Recuerdo cuando me llamó mi padre a su despacho.
Andaba atareado con sus cosas de profesor, como siempre. Cuando me dijo que
como regalo por haber aprobado me llevaría con él a Madrid, me fui corriendo a
buscar a mamá para decírselo. Recuerdo el abrazo que los dos nos dimos en la
cocina. Ella también estaba muy contenta.
Las
diez horas del viaje en tren nos dieron para mucho. Yo me entretenía viendo los
paisajes del campo y de los sitios por donde pasábamos. Mientras papá leía unos
papeles, mamá me hablaba de un mercado que se montaba en la calle los domingos,
donde podría uno encontrar cualquier cosa que quisiese.
-Quiero un coche de bomberos, me dije, o no, mejor
un balón Tango del mundial ochenta y dos. O, no mejor…-
En esas
estaba cuando llegamos a la estación de tren. No había visto tanta gente junta
en mi vida, ¿De dónde salían?, Fueras por donde fueras siempre había gente por
todas partes, en la calle, en los bares, ¿No trabajaban, no tenían casa? Hoy
que lo recuerdo me río, porque a pesar de llevar casi veinticinco años viviendo
en Madrid, aún sigue persistiendo en mi esa sensación de aglomeración, de
exceso, de agobio, y eso que entonces no me subí a un coche…
Mientras papá
trabajaba, mamá me llevó al Museo del Prado, al Parque del Retiro, de tiendas
por la Gran Vía... Por alguna razón esas no eran las tiendas que yo quería ver.
Mi cabeza seguía pensando en el domingo y en ir a comprar a ese mercado
callejero que tanto excitaba mi imaginación.
Llegó el gran
día y me faltó tiempo para ducharme y vestirme. Casi me atraganto en la
cafetería del hotel con el cola cao que por más que lo intentaba no bajaba en
el vaso.
Cuando ya
salimos afuera, al poco de ir caminando, mi padre me dijo que cerrara los ojos,
que tenía una sorpresa; no podía ni imaginarme que me llevaría a aquella tienda.
Recuerdo que me quedé alelado delante de ese escaparate, lleno hasta las topes
de golosinas; cuando entré la cosa fue a peor y fui incapaz de articular
palabra alguna mientras el empleado que me atendía me hablaba preguntándome qué
me gustaba y metía en una bolsa toda clase de chuches. Aquella fue la primera
vez que fui a Caramelos Paco.
Es curioso. De
aquel día solo recuerdo la moneda de veinticinco pesetas que me dio mi madre y
cómo en aquella bolsa de plástico caían los dulces uno detrás de otro, tantos
que aún llevaba caramelos encima cuando cogimos el tren de vuelta a Santiago.
Hoy es domingo
y estoy en el acuario con mi hijo de apenas cuatro años, viendo a los peces y
como abren la boca para coger aire y alimentarse; seguramente esa misma boca se me quedó a mi
cuando abrí los ojos y vi aquel océano de dulce que en vez de peces, estaba
lleno de golosinas.