Analogías de entradas anteriores traen como resultados recuerdos de infancia, de clases de catecismo, de colegio de curas.
Especialmente sonada fue la clase dedicada a la parábola del hijo pródigo. ¡Menuda polvareda!
El Padre Pacífico, (qué gran nombre para un sacerdote, que además hacía gala de él, por su carácter apacible y tranquilo), aquel hombre que me preparó para la Primera comunión, con quien compartí por primera vez el Sacramento de la confesión, era el encargado de la clase de religión en mi sexto curso de la antigua E.G.B. Convencido de que disfrutaríamos con la lectura de uno de los pasajes más conocidos de la Biblia, nos aprestamos a indagar en el Evangelio de Lucas, capítulo 15, versículos del 11 al 32, aunque nosotros hicimos una lectura comprimida.
Uno de mis compañeros se encargó de leer en voz alta. Al terminar de hacerlo se desató la caja de los truenos. ¿Cómo podía tratar a aquel padre con tanta mesura y amor a quien le había abandonado, sin sentir que con ello hacía de menos a su otro hijo, que había seguido unido a él? Por más que nuestro docente y maestro espiritual intentara hacernos ver que aquello era una metáfora que simbolizaba el regocijo que Dios sentía cada vez que veía que una oveja descarriada volvia al redil de su pueblo, nosotros sólo veíamos a un caradura de vida disoluta que volvía con su padre porque se le habían terminado los cuartos y sentíamos pena y solidaridad con el hermano e hijo que se removía menospreciado por su padre.
Cómo sería de acalorada la discusión que hasta tuvieron que llamarnos al orden por el exceso de ruído generado por los gritos.
De alguna manera entonces sentí que aquella era mi primera discusión de adultos, aunque sólo tuvieramos ocho años. Por más que quisieran hacernos ver lo contrario, no éramos capaces de desgranar el texto en sentido figurado, sino real y tangible, observando el desprecio y el interés humanos con toda su bajeza.
Por alguna razón me viene a la memoria ese recuerdo con cierta asiduidad, como un punto de inflexión notable en mi vida. Creo que aquella clase fue una lección de vida, un salto de madurez.
Gracias a aquel sacerdote y a sus tragaderas para llevar con paciencia infinita, aquella algarabía de un aula llena de cincuenta muchachos indignados, que nos sacudimos con lo que nos parecía entonces e incluso hoy, una injusticia en toda regla, reflexionamos sobre una situación de vida que tantas veces hemos visto de adultos. Fue la primera vez.
Quizá por eso la recuerdo tanto, fue como abrir los ojos a la realidad de un mundo duro e interesado, donde la bondad y al amor se diluyen entre tanta necedad y miseria.
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