Caminaba con un compinche de juegos, bordeando una carretera rodeada de árboles detrás de la cual había una acequia, semi oculta por la vegetación, pero de la que se tenía constancia por el olor a humedad, a tierra mojada.
Llevaba conmigo un libro, que había encontrado, tras pasar por una zona de vertidos y residuos, un lugar que nos fascinaba porque podían observarse unas ratas inmensas, de un tamaño propio de una liebre, que lejos de esconderse o camuflarse al ver presencia humana, se mantenían en su sitio; hasta parecía que se pavoneaban y adoptaban posturas amenazantes y altivas.
En un momento consideré oportuno no llevar conmigo el libro a casa, quizá para no tener que dar explicaciones de donde lo había encontrado, o de quien me lo había dado; lejos de desprenderme de él, de tirarlo, debía dejarlo a buen recaudo, pero dónde, si estaba cruzando campos de cultivo apenas visitados por sus labriegos.
De repente me percaté de que uno de esos árboles que jalonaban la carretera tenía un hueco en su parte alta; no parecía obra de algún animal, ni había en él signo alguno de servir de nido o refugio; sin pensarlo decidí dejar oculto el libro en aquella oquedad.
Nunca volví a recuperarlo. Hoy, cuarenta años más tarde, mer dan ganas de volver a aquella zona, ver si esa carretera aún existe y si tiene uso, si esos árboles aún seguirán en pié; ¿ Reconocería qué árbol era donde lo dejé?
Podrido por la humedad, el agua de lluvia, el deterioro ambiental y los picoteos de los animales, que hacen de la celusosa del papel, alimento. Las posibilidades de que el libro exista son nulas; sólo sé que un día, me acercaré a esa parte de la ciudad, que era entonces la salida hacia a carretera de Madrid y deambularé por la zona, buscando con mis recuerdos aquel libro del que ni si quiera sabría decir de qué trataba. Libro perdido en mi memoria, pero presente, por alguna razón que no acierto a explicar, entre mis batallas de infancia.
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