Alzo la mirada y contemplo el cielo azul, imponente, apenas asaetado por algunas nubes, que el viento mueve, ligeras. Dejo que el pináculo de la basílica me oriente y al alzar la mirada, termino de observar las esculturas de los profetas, guardeses de un recinto imponente, acorde con el conjunto del que forman parte.
Mis pasos, felices de caminar por el suelo firme de grandes rocas de piedra, que llevan decenios amortiguando el andar de los visitantes, hacen parada y fonda por un instante, la estampa merece el receso, quedo y breve.
Cual peregrino compostelano, sigo las indicaciones de las flechas amarillas, que avisan al visitante el trancurso de la visita, presto a dejarme llevar por las excelsas maravillas que el Monasterio alberga en su interior, en forma de cuadros, porcelanas, tumbas y estancias reales. Un trayecto que nos ocupa cerca de dos horas y que supone un reto para los sentidos, en forma de aromas, vistas y tacto de unas rocas tan firmes como conmovedoras.
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