Es el mejor momento de cada día laboral. Mirar el reloj y ver que el lento goteo de los minutos acerca la aguja grande al doce, a la hora en punto, a la hora del té, activando ese simple hecho la energía de un cuerpo antes lánguido.
Me pregunto cuántos años hace que vivo una experiencia similar. Cerca de treinta si nos atenemos a lo que marca la vida laboral que expide la Seguridad Social.
¿Pero son los únicos casos? Claro que no, la impaciencia y la necesidad de llegar al tramo final sirven para otros momentos y contextos, como cuando esperábamos que terminase una clase, que llegue el medio de transporte en el que nos desplazamos después de un largo viaje, que aparezca el momento de comenzar a hablar con esa persona con la que queremos estar, la entrega de un teléfono nuevo que estrenar... casi vale para cualquier cosa. La impaciencia no conoce fronteras, la llegada al objetivo final es una necesidad. Somos seres teleológicos.
Cuántos más tramos finales me quedarán por conocer y desear. Son la ilusión de la vida. Mientras uno ansíe llegar a algún lado, a alguna parte, está en marcha. No hace falta más.
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