Desde la ventana de mi dormitorio, donde tengo habilitada una pequeña mesa de trabajo, observo por la ventana, mientras degusto un café recien hecho y enciendo mi ordenador, cómo dos operarios se cuelgan con cuerdas y arneses por la fachada de uno de los edicios que tengo enfrente, al otro lado de la calle donde resido.
Parece que están sellando juntas de ladrillos, con una especie de pincel deslizan un líquido biscoso que brilla cuando le da el sol.
Con acierto, además de cumplir los protocolos de seguridad, han escogido la primera hora de la mañana para realizar sus trabajos; la canícula a partir de las once de la mañana no perdona.
No puedo dejar de mirar lo que hacen. Pendidos de unas cuerdas a más de diez metros del suelo, realizan un trabajo de una peligrosidad manifiesta mientras yo sigo sentado cómodamente en mi silla. Desde luego qué diferencias hay a veces entre el desempeño que hacemos unos y otros.
Si mi abuela estuviera aquí me afearía mis pensamientos y me diría aquello de, ¿Pues si no le gusta o le parece peligroso, haber estudiado! ¡Qué buena excusa para acordarme de ella! como tantas otras veces, cuando apenas hace unos días que se han cumplido cuarenta años de su muerte.
Mi respeto, aprecio y admiración para tantos y tantos trabajos como éste que refiero hoy aquí, ingratos, incómodos e incluso insalubres y peligrosos, que alguien debe hacer y que no siempre están reconocidos y menos aún pagados, como es debido. Tareas que hacen que la vida cotidiana sea como es y tenga sus comodidades. No deberíamos olvidarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario