Al bajar la ventanilla del coche para dejar pasar un poco de aire dentro, como hago siempre que me subo a mi vehículo y pongo el motor al ralentí para que entre en calor, veo como caen dentro del habitáculo partículas que no parecen polvo o partes de alguna planta seca. Una se posa en mi mano y enseguida se desintegra. Es ceniza.
No necesito indagar mucho más y el olor penetrante que hay en el ambiente, en la calle, confirma el diagnóstico, algo se ha quemado o aún lo está haciendo.
No puedo evitar recordar la última vez que vi caer ceniza del cielo. Fue cuando se incendió la Torre Windsor en Nuevos Ministerios. Durante varios días el olor a quemado penetrante y los restos de los materiales calcinados en el desastre, navegaron movidos por el viento por toda la ciudad.
Miro hacia arriba y noto que el cielo está encapotado, pero no son nubes normales, de hecho es polvo rojo el que cubre el sol, que apenas si se deja ver entre tal cúmulo de material en suspensión, de cuya procedencia sigo sin saber nada.
Estamos rozando los 40 grados, pero el sol pierde fuerza por la repentina barrera que hace que sus rayos inmisericordes nos lleguen directamente. Alivia la sensación térmica, pero aumenta la dificultad para respirar. La garganta reseca al tragar el aire caliente, escuece, pide a gritos mojarla con líquido que alivie la sensación abrasiva.
Buceo por internet con mi smartphone y veo que hay varios incendios, aunque cerca sólo hay dos: uno en la Cañada Real cerca del poblado de chabolas y otro en Méntrida un pueblo de Toledo. Es éste el que ha provocado la nube de restos calcinados que se desplaza de sur a norte movido por el viento, plantas secas que arden como si fueran papel y son un riesgo multiplicado por la rapidez con que avanzan las llamas.
Continuo mi ruta y mientras lo hago, pongo las noticias en la radio. No tardo en dar con una emisora que habla del incidente. Varias urbanizaciones han sido evacuadas y se habla ya de cientos de hectáreas abrasadas. El apolalipsis zombie parece haber llegado al centro de la península, con ese sol rojo de tamiz difuminado, que señorea sus dominios en otro día de calor, fuego y sofocos constantes. Crónica de verano.
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