Tiene nombre de vaca escocesa muy apreciada por su carne, no en vano es originario de aquellas tierras, ya que en Glasgow nació, antes de instalarse con su familia en Sydney, (Australia), cuando aún era un niño.
Miembro de una familia de músicos, apenas era un adolescente cuando compró su primera guitarra, una Gibson SG de segunda mano. Rebelde y mal estudiante, fue expulsado del colegio por mal comportamiento. Aquello lejos de traerle traumas o complejos sirvió de pretexto para armar su coraza como músico: en todos sus conciertos viste ataviado con uniforme de colegio de pago, con chaqueta, corbata, gorra y pantalones cortos, como si ese niño rebelde no dejase de estar presente nunca.
Apenas mide 1.57 centímetros, pero su grandeza interpretativa es colosal. Un cíclope.
El pasado sábado fui una de las 55.000 gargantas que coreamos con entusiasmo las canciones,(que son himnos),de su grupo, gracias a la entrega, pundonor, talento y generosidad de un músico capaz de poner en pie a todo un estadio repleto al que la deficiencias de sonido y la falta de voz del cantante y solista dejaron de importarle.
AC/DC regresó a Madrid por enésima vez; atrás quedan esas estancias de tres días con conciertos en la Plaza de Toros de Las Ventas, cuando el heavy era un fenómeno de masas contenido; lo que no queda como recuerdo del pasado es la capacidad interpretativa de un guitarrista eléctrico y cautivador, capaz de armar un solo con su instrumento durante cerca de 20 minutos y llevar a su público al éxtasis.
Me guardo para mi el punteo de guitarra de inicio de Thundertrack, que sonó virtuoso como en un disco de estudio; fue la primera canción que me enganchó de un grupo al que tenía en mi lista de asuntos pendientes de conciertos en directo. Demasiado me he demorado, aunque los 70 años de Angus Young no son un obstáculo para seguir pecando, al ritmo de la música potente y atronadora de este grupo aussie, inmortal.
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