Antes era una costumbre, ahora es una rareza, al menos que yo tenga constancia, en las pocas ocasiones que cojo un vuelo a lo largo del año.
Como un ritual. Luces que se atenuan, pasaje que se ubica en sus asientos al igual que el resto. Impás de silencio en espera de sentir el bote que las ruedas del avión al contactar con la superficie asfaltada de la pista del aeropuerto. Resoplidos y salva de aplausos, acompañados algunas veces con gritos y salvas de agradecimiento a los pilotos.
Nada impone más que subirse a un avión o verse en mitad del océano flotando en un barco. Por más que se quiera decir que son medios de transporte más seguros que cualquiera de los terrestres, saberse en medio de un entorno que no es el tuyo, no tener los pies sobre el suelo, aumenta el vertigo y con él, el temor.
Ese aplauso es una forma de expulsar la adrenalina acumulada, más que de dar las gracias a la tripulación de cabina o al comandante y a su segundo de abordo.
Hoy en uno de los periódicos que leo, venía un reportaje con entrevista a una azafata de vuelo, en el que aconsejaba que no se aplaudiera al aterrizar en un vuelo, ¿Motivo?, por razones de seguridad la cabina de los pilotos está cerrada y estos no oyen los aplausos que se les dedican.
Más allá de toda la lógica que quiera atribuírsele a la apreciación, seguramente hecha sin ninguna intencionalidad, me ha parecido el comentario molesto. Otra forma más de decir a la gente lo que tiene que hacer y lo que no, en estos tiempos de exceso de control, que sesgan cada vez más la libertad de actuar como se quiera, máxime si ese comportamiento no arrastra consecuencia alguna.
Cada tiempo tiene sus matices, sus sensibilidades, sus temores. Estos en que vivimos ahora, están demasiado mediados por esto útimo. Ola de autoritarismo que invita a regular incluso las manifestaciones más espontáneas y naturales. Llegará el día en que se pida no aplaudir porque hace ruído. Nunca antes habíamos tenido la sensación de ser reses que no se salen del redil como ahora. Nunca.
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