Como si el cerebro me anduviera dando señales de búsqueda de protección, de desconexión.
Tengo ganas de dulce, como cuando era niño. Quizá de esa manera se vaya el sabor amargo que tengo en la boca desde ayer por la mañana, cuando amanecí temprano, pese a ser domingo, sin saber muy bien por qué.
Tengo ganas de leche condensada, en lata; esa que robaba a cucharadas, a escondidas, cuando mi madre perdía de vista la nevera.
Ganas de Maizena, harina de almidón endulzada, que mi abuela me preparaba como premio por ayudarla a regar las plantas y a moler café en su viejo molinillo de manivela.
Ganas de papillas y de potitos, de farmacia, esos de los que daba buena cuenta cuando alguno de mis hermanos pequeños terminaba su ingesta y no se los acababa. Nunca sobró nada mientras yo estuve allí, dispuesto para deglutir deshechos a discreción.
Ganas de pastelitos de venta en colmados y en panaderías, especialmente los Bony y los Bucaneros, biscochos rellenos de almíbar por dentro, cuando la bollería industrial no era veneno, sino un privilegio.
Ganas de chocolate caliente, de chocolatería de churros, que siempre sabía mucho mejor que el chocolate casero hecho por mi madre en casa. Acontecimiento que de cuando en cuando movilizaba a toda la familia para ir al establecimiento a ingerir calorías con agua, harina y sal como, si no hubiese mañana.
Azúcar que es adictivo,que activa hormonas de la felicidad, que retrotrae la mente a recuerdos tan añejos como agradables. No hay mejor manera de desconexión para los dilemas de media y baja intensidad.
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