Andan los observatorios demoscópicos lanzando ondanadas de datos estadísticos que marcan una tendencia clara que es extensiva a la mayoría de los países de Europa, la de la radicalización del comportamiento electoral de los jóvenes.
Muchos se llevan las manos a la cabeza, ¿Cómo es posible que los votantes más bisoños sientan atracción por las opciones políticas más extremas?
Yo particularmente no lo encuentro tan sorprendente, aunque si comparta la preocupación. En el periodo más tierno de la edad adulta, las tendencias a la idealización de las cosas, el ímpetu de pensar que puede cambiarse el mundo está en su punto más álgido. Con el paso de los años esas dosis de vitalidad energía y activismo acaban disipándose y con la madurez, se termina por adoptar una postura tan pragmática como resignada, a tenor de lo que muestra la realidad y sus datos.
El mundo y su peso derrotan el idealismo.
La mayoría de los jóvenes son radicales en ese periodo, lo que es una novedad es que esa tensión militante haya oscilado de bando; si antes la militancia era mayoritariamente de izquierdas, ahora son muchos los chicos que se sienten atraídos por posturas de derechas.
Y en esto volvemos a la naturaleza del discurso, a la importancia de construir un relato que sea creíble, que acapare la atención, que cree acólitos dispuestos a seguir a quienes alimentan pasiones con discursos llenos de soflamas y elementos incendiarios.
¿ Por qué ha perdido fuelle el tradicional discurso de izquierdas entre los menos mayores? Ahí esta la clave. La falta de persperctivas laborales claras en un mundo cambiante lleno de incertidumbres, el miedo, la dificultad para establecer una hoja de ruta y alcanzar unos mínimos de estabilidad, indudablemente ayudan. Pero sería ese analisis pobre y conformista que además, no explica los motivos que han llevado a muchos a cambiar de bando.
El miedo, ese elemento tan poderoso que en política algunos saben manejar tan bien, es vital para entender qué está pasando. Antes ese miedo era patrimonio de la gente más madura, ahora ha anidado de forma nítida en las conciencias más jóvenes.
Cuando se busca seguridad es más fácil caer en manos de discursos populistas que prometen confort a cambio de medidas drásticas, que además ofrecen un producto claramente perfilado en donde los malos son identificados y las soluciones, también.
Si a eso sumamos el grado de agotamiento de la parafernalia progresista, que anda más pendiente de apuntalar lo conseguido que de conseguir cosas nuevas, algo esencial cuando de gente joven se trata. Esta izquierda de ahora no encandila, no atrae, no seduce, ni moviliza; es una izquierda aburguesada de salón y conexiones on line, que lanza proclamas por internet pero que ha abandonado la calle. Una izquierda que al tocar poder ha olvidado de dónde viene, pensando que desde dentro del sistema tiene todos los elementos para manejar los entresijos, sin darse cuenta que la diferencia de estamentos, genera siempre desencantos.
El poder desgasta y lo que es peor, desvincula. Quizá en este punto cabe determinar las razones del divorcio, preguntarse quién ha abandonado a quién, si la política a los jóvenes o los jóvenes a la política, de izquierdas.
Frente a los que cierran sus análisis culpando de los males que acucian a los sietemas democráticos, en peligro cierto de caer en manos de demagogos y fundamentalistas, en lo que hacen los votantes, más valdría orientar el punto de crítica en la dirección opuesta: los culpables son los oferentes, no los receptores de sus mensajes. Frente a la desafección, búsquedas de los porqués. Autocrítica.
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