Visita a la frutería para abastecer la despensa. Tras un primer repaso a las ofertas y al género disponible, pronto reparo en las naranjas, de tamaño considerable, con el kilo a noventa y nueve céntimos.
Cojo una bolsa grande y selecciono las que me voy a llevar; mientras lo hago me viene un recuerdo a la mente, de una frutería que visitaba a diario en los días más duros de la pandemia, cuando salir a la calle sólo estaba permitido para pasear a las mascotas, ir a la farmacia o al supermercado o para tirar la basura.
En aquellos días cogí el hábito de desayunar con zumo de naranja natural exprimido, algo que nunca antes había hecho en mi vida. Tal vez por la confianza en que mejorando la ingesta de vitamina C, mi organismo y mi sistema inmunológico se reforzarían. Quién sabe cuántos kilos de naranjas compré, todos procedentes del mismo local, sin recordar si quiera cual pudiera ser su procedencia, si Valencia, Murcia o Marruecos.
Con mi bolsa de nailon en ristre, sin olvidar mi mascarilla, con los guantes de plástico pertinentemente suministrados por la tienda, seleccionaba cuidadosamente cada una de las naranjas que me llevaría conmigo, alargando la recolecta a conciencia, exprimiendo cada minuto de más que pudiera estar fuera de las cuatro paredes del salón de mi casa.
Hoy hago el mismo gesto, pero ni la cadencia ni el protocolo de selección del producto obedecen a las mismas circunstancias. Cada cosa que se hace tiene unas razones, un porqué. Sin el mismo transfondo, la compra vuelve a ser un trámite hecho a la carrera, minimizando los tiempos.
Pago y salgo con mi bolsa de nailon y vuelvo a casa con prisa, nada que ver a como era entonces. Mientras camino, mi mente no deja de pensar en esas visitas a la tienda de barrio regentada por un chico latino, hechas con premura, pero con calma, caminando por unas calles desiertas pobladas de balcones y ventanas con observadores que mataban el rato mirando árboles, bancos y coches aparcados a ambos lados de una vieja vía asfaltada por la que no pasaba nadie.
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