miércoles, 15 de octubre de 2025

Una historia para escribirla

 No nos dijo su nombre, pese a charlar con nosotros un buen rato; bueno, más que charlar fue un monólogo por s uparte, cuando nos sentamos a su lado y escuchó que nuestro acento no era autóctono.

 Debía rondar los setenta y cinco años, con calva incipiente y pelo largo que en forma de rizos adornaba su nuca; vestido con ropa vaquera, fumaba impenitente tabaco rubio americano. Una cruz lucía sobre su pecho.

 Estaba acompañado por una mujer rubia, visiblemente menor, que sonreía a sus palabras y preguntas, cuando en su interrogatorio averiguó lo que ya sabía, que eramos peregrinos. Sin que nadie le sugierese nadie se arrancó:

 - Yo era militar y viví en Madrid varios años, por la zona de Arturo Soria, antes de cambiar de destino y acabar en San Fernando, Cádiz, donde seguí mi carrera además de formarme como topógrafo; me casé muy joven aunque llevo muchos años separado... 

 Acompañaba su perorata con gestos tranquilos, mirándonos como si fuéramos parte de un auditorio, con su voz grave y bien modulada que daba a sus argumentos una aureola de seguridad, manteniendo así nuestra atención.

 Lo que parecía una disertación anodina y curricular, pronto tomó otro cariz; sin venir a cuento nos relató su primera experiencia sexual, con una chica que conocía, que se encontró en un parque, con la que sin mediar mucha conversación, practicó el coito al aire libre. Esa chica, con la que mantuvo algún tipo de relación, más adelante terminó quitándose la vida.

 Impactados, nos quedamos todos callados con la confesión, tan íntima, tan poco propicia para un momento como ese, en una terraza de bar, en medio de la acera, fue entonces cuando le dije.

  - Desde luego, es una historia para contarla, para escribirla, con todos sus detalles.

 Asintió complacido, al tiempo que su acompañante sonreía, a buen seguro porque no era la primera vez que escuchaba esa confesión pública. La conversación terminó con un agradecimiento tan sincero como conmovedor:

- Gracias por escucharme, por darme la oportunidad de desahogarme. 

 Nos despedimos y seguimos nuestra ruta por Santiago, dejándole en su mesa, con su cigarro y un café que debía llevar tiempo consumido. Pensativo, me pregunté cómo llegaremos los demás a sus años, si tendremos la suerte de tener quien nos escuche, quien nos llame, la principal demanda que tienen las personas mayores, que sólo así, sintiéndose arropados, combaten con dignidad el paso de los años y su rotunda carga física y mental, en la recta final de la vida.

  

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