Parada de hidratación.
Como en los partidos de fútbol.
¿Para saciar la sed? Claro.
Al menos una vez por semana, cerca de donde tenemos la oficina, en el mismo sitio donde antes, cuando la otra normalidad era la que aplicaba, bajábamos entre las nueve y las diez de la mañana a por un café y unas tostadas de pan con tomate.
Ahora el menú es diferente, la cafeína ha dejado paso al lúpulo y el alcohol, y las totadas, ahora están bien acompañadas de jamón serrano, o de pequeñas dosis de salmorejo y tortilla de patatas.
Sentados en la terraza, nos contamos el día a día en casa, fuera del trabajo, el agotamiento por tener a los peques a todas horas rondando por allí, las penurias por no tener aire acondicionado en el piso, las nuevas buenas en forma de nuevos retoños: uno a punto de salir en agosto, otro, cociéndose a fuego lento con tan sólo quince semanas de gestación.
Risas, conatos de abrazos, síntoma de una exaltación de la amistad que no necesita de mucho alcohol encima, y que pronto reprimimos con alguna palmada en la espalda, o con el consabido roce de codos. ¡Qué ganas coño de dar un buen abrazo, de achuchar a la gente!
Y mientras, a nuestra espalda, el edificio de cuatro plantas, sede de la empresa, nos mira a oscuras, cerrado a cal y canto, sin vida. Un nueve de marzo fue la última vez que puse un pie en su suelo de mármol, el de la recepción, el lugar más fresco de todo el inmueble cuando viene el verano con su asfixiante calor. Más de cuatro meses de ausencia, sin plan alguno de retorno, aunque cantos de sirena hablan de comienzos de octubre y por oleadas.
¿Volverá a ser en algún momento todo igual a como era antes? Seguramente, que la falta de paciencia no nos ciegue. Y mientras, sigamos haciendo paradas para hidratarnos. A falta de viejas rutinas, bienvenidas sean estas otras.
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