Cuando hace años leí La ciudad y los perros sufrí un fuerte impacto. La lectura de la opera prima de Mario Vargas Llosa, con su prosa fina y elegante, pero también dura y explícita, me dejó una mancedonia de sensaciones, contradictorias: fascinación por el manejo tan brillante de la lengua, por su estilo narrativo, por la agilidad comunicativa y frustración por otro lado, al saberme que sería incapaz de acercarme ni remotamente siquiera, a una prosa así, a la hora de animarme a escribir.
Leerle fue un placer, pero también una rendición.
Ese es el encanto/frustración de acercarse a la obra de los grandes. Deleite como lector eterno de talentos creativos que no mueren nunca, aunque la existencia biológica se acabe.
Hoy nos ha dejado el último miembro vivo del denominado boom latinoamericano, del que formaban parte genios como García Márquez, Asturias o Cortázar. Miembros de un grupo literario, padre del realismo mágico, que renovó la literatura en lengua castellana y en las letras universales con un impacto que no decae, pese al paso de las décadas.
Sin boato alguno, sin actos de homenaje y reconocimiento, en la más estricta intimidad serán sus restos incinerados en su ciudad peruana, país al que regresó tras un turbulento pasado político que llegó a dejarle en la situación de expatriado, situación paliada con la concesión de la nacionalidad española por parte del Gobierno de Felipe González. Un orgullo que fuera además de peruano, español y que nos honrara con su presencia, viviendo, publicando y ejerciendo en los últimos años, ese género de periodismo literario al que tan afín fue.
Tu virtud te hace inmortal. Que la tierra te sea leve, Mario.