En estos días de efervescencia futbolística, una mayoría de aficionados andan asombrados por la madurez deportiva que muestra un chico de dieciséis años, catalán de nacimiento e hijo de ecuatoguineana y marroquí, para el que ningún prejuicio identitario existe. Verle hacer virguerías con un balón en los pies sofoca cualquier andanada xenófoba o racista.
Otro joven de su misma edad, se ha hecho famoso, aunque nadie le ponga rostro por la falta de nitidez de las imágenes de una cámara de seguridad, que le graba, justo en el momento en que descerraja varios tiros con arma de fuego a otro chaval que estaba sentado en un local comiendo pizza.
Al parecer ya ha sido detenido y puesto a disposición judicial, dada la gravedad de los hechos que, afortunadamente, se han saldado con el agredido vivo y herido en la cadera por falta de puntería del sicario barbilampiño.
Seguramente sea nacido en España, aunque de procedencia latina, pues ya ha transcendido que el acto delictivo que ha cometido se enmarca en un ajuste de cuentas entre bandas latinas, esas que hemos importado intactas, con sus códigos de honor y actividades, más propios de una mafia.
Esa procedencia exógena alimentará la gasolina de los prejuicios de ese debate malencarado sobre la inmigración, que no pone el acento en lo objetivo, en los hechos punibles y enjuiciables, que es lo que hay que atajar y no en lo accesorio, de dónde es oriundo cada cual.
Tanto tienes, tanto vales. Dos varas de medir. No, no somos iguales.
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