martes, 22 de octubre de 2024

El bar

 Hoy me he acordado de mi padre, más bien de su bar, ese que hace muchos años montó como un trabajo paralelo a su tarea de funcionario y que llevaba con horarios esclavos con la ayuda de mi madre. Ese mismo que le hizo de oro en poco tiempo, el que casi con la misma rapidez lo llevó a la miseria.

 Aún no son las seis de la mañana y en una cafetería de la avenida principal del pueblo montan guardia varios hombres, esperando a que suban la cancela.  Dentro del local se ve luz.

 Recuerdo muy de niño cuando mi padre abría su local, no tan de mañana pero si bien temprano; estando de vacaciones escolares solía acudir con él muchas veces. Esperábamos a que llegase mi madre, que traía comida preparada desde casa para dar los aperitivos; en aquel local había veces que en mucho tiempo no aparecía nadie por allí; recuerdo el silencio de la barra, sólo interrumpido por el soniquete de las máquinas tragaperras. Ya con mi madre trasteando en la cocina y mi padre de vuelta a sus funciones de cartero, mi tarea consistía en vigilar si entraba alguien y mientras tanto, me entretenía dando patadas a un balón que rebotaba contra la pared de una vieja y desconchada cochera, sin uso desde sabe Dios cuántos años, en la acera de enfrente de la calle.

 Contrastes. A la paz de aquellos comienzos, se opone este trasiego atosigante de clientes, que casi no esperan a que el agua caliente circule por los conductos de la cafetera, o que las cámaras estén ya repuestas de bebidas con alcohol, agua y refrescos.  A buen seguro que es una rutina que se repite día tras día, cantinela de días laborables.

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