Quien me conoce sabe que soy un librófilo compulsivo, apasionado del libro en papel, que almaceno con mimo y cariño, hasta el punto de que me duele en el alma ver un ejemplar con la portada doblada o las hojas arrugadas. Muchas de mis últimas adquisiones, tras ser leídas, duermen el sueño de los justos en las estanterías de mi biblioteca, si bien podrían volver al estante de la librería donde fueron comprados, ya que no se nota que nadie los haya manoseado o pasado sus páginas.
Como si fueran seres vivos, a los que hay que tratar con mimo y cuidado, así me manejo yo con mis libros.
Hoy aprovechando las horas libres que la empresa me da los viernes, he bajado al trastero en busca de material que incorporar a mi nuevo chamizo, que poco a poco va adquiriendo el formato de un hogar en toda regla. Paso cada vez más horas en él fruto del teletrabajo y la necesidad de irlo poniendo a mi gusto termina por hacer el resto.
Hoy de las cajas que quedan en el sótano del edificio, he rescatado otra joya que lleva más de veinte años esperando ocupar un lugar destacado en mi casa. Un papiro regalo de mi amigo Juan, en su visita a El Cairo, que tiene las horas de espera contadas. En un rato me acercaré a una tienda cercana a comprarle un buen marco y ocupará un lugar destacado en la decoración de la casa.
A veces me sorprenden un poco estas cosas, cómo llegamos a guardar durante mucho tiempo, objetos que no terminan de encontrar su sitio en nuestra vida, hasta que eso cambia en un momento dado y no necesariamente fruto de una decisión meditada. Quien sabe si ese papiro ha permanecido guardado todos estos años hasta hoy porque ese era su destino: envejecer y volverse añejo, a imagen y semejanza de los viejos legajos que en su momento encontraron los arqueologos y que son oro en paño.
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