Es como si hubiésemos entrado en una segunda fase, más avanzada. De aquellos lodos de Lloret de Mar y de Magaluf, han llegado estos barros de gran urbe, que han convertido a Madrid y Barcelona en nuevos destinos preferentes en eso que ahora se denomina turismo "low cost".
Turismo de gente joven, de alquilar pisos en vez de ir a hoteles, de comer bocadillos en las aceras y parques en vez de pisar restaurantes, de pasar por los museos por la puerta y visitar los supermercados para hacer botellón en calles y playas.
Se quejan los hosteleros, ( y los vecinos por los ruidos y molestias), de la llegada de este turismo de baja calidad, que no ayuda a mejorar las maltrechas economías de un sector que lejos de remontar, tiene a un cuarenta por ciento de los hoteles aún cerrados en Barcelona. Turismo tolerado desde las instituciones, como ya ocurrió tiempo atrás en Madrid, dejando pasar sin apenas controles a grupos de chavales franceses que venían aquí a emborracharse, gracias a la laxitud de las medidas de contención.
Dilemas y más dilemas. Aceptarlo todo a cambio de unos ingresos que son , en realidad, una miseria. Quien lo hubiera dicho, hace apenas veinte meses.
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