Ayer al terminar mi carrera por las calles de Madrid, cuando regresaba para retirarme, me crucé con numerosas personas que iban ataviadas con banderas de España.
Lejos de tratar de hacer un perfil sociológico, de los abanderados, todos en camino para dirigirse a la manifestación que el principal partido de la oposición había convocado para pedir la dimisión del Presidente el Gobierno, si que me gustaría destacar aquí un elemento que me llamó poderosamente la atención.
En muchas de las banderas que vi, en el centro, sustituyendo al tradicional escudo constitucional, podía observarse una cruz y una corona, en lo que es una alusión a cuestiones religiosas.
Imposible no cuestionarse esta simbología, ¿Acaso viene a cuento, mezclar elementos espirituales con asuntos tan mundanos como son los políticos?
Vaya por delante mis respeto a todas las sensibilidades, opiniones, pareceres y creencias, pero portar banderas de este tipo o rezar un rosario delante de la sede del partido que sustenta al gobierno, para pedirle a Dios que lo derroque, está lejos de cualquier argumento lógico.
Cabría hablar de católicos febriles, que en algunos casos muestran actitudes acendradas que rayan los límites de lo pacífico, mostrando muñecos colgados de un patíbulo. Niveles de exaltanción que llevan a la intolerancia, a la no aceptación de lo que hay por muy poco que guste. Suerte de fundamentalismo que siempre anda sujeto a la religión y a sus peculiares interpretaciones. En según qué temas el camino de la evolución es un comportamiento estanco.
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