Como cada mañana, cuando llego al andén de la estación de cercanías están presentes en su pequeño observatorio. Cuidadósamente escogido, cerca de una torreta que soporta unos cables de alta tensión, y con el abrigo que dan unos matojos que ayudan al camuflaje.
Escuchan a la gente, transitar un poco más arriba y curiosos se aproximan a las vías accesorias, a una distancia prudencial. No tardan en llamar la atención por sus tamaños menudos, así como por sus maullidos tiernos, que causan efecto y ganan simpatías entre los allí presentes.
Agua, comida para gatos en una bandeja de plástico; el catering ya lo tienen garantizado. Día a día no les faltan agasajos; gatos callejeros mimados.
No deja de llamar la atención, como siendo la otra mascota doméstica por antonomasia, no sorprenda tanto ver a estos animales, deambular por las calles, solares o descampados. Seguramente mejor habituados para la vida silvestre, viven en un estado de protección variable, que tiene casos tan singulares como el de Roma, en donde son especie protegida y símbolo de la ciudad, que deja limpia la cuna de la vieja civilización de rodeores al abrigo de sus infinitas ruinas y restos arqueológicos.
Mañana volveré a la estación, para comenzar un nuevo día de faena y seguro que continuarán por allí hasta que el destino les depare futuros dispares, ya sea como animales rescatados para acogida o deambulando por otros lugares, llevando una vida nómada tan imprevisible como literaria.
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