Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




martes, 2 de junio de 2020

El mostrador de la libertad

  La primera vez que haces algo, normalmente se convierte en una experiencia única e irrepetible. Lo es cuando se refiere a algo que te apetecía hacer, que buscabas tener, algo que ansiabas conseguir y al final, logras; pero evidentemente no siempre las primeras veces se asocian a cosas bonitas, ni detrás de ellas hay recuerdos gratificantes.

 Recuerdo la primera vez que hice el Camino de Santiago. En solitario y con una distancia andando que  sobrepasó los doscientos cincuenta kilómetros, mis piernas me llevaron por parajes idílicos por tierras de Asturias y la Galicia interior de Lugo, siguiendo las indicaciones del denominado Camino Primitivo.

 Fue una experiencia única, llena de momentos entrañables, especialmente a la llegada a los albergues, donde la mezcla de culturas y procedencias hacían del reposo y la pernocta un momento enriquecedor como pocos habré conocido. Aquellos recintos escasos en comodidades, donde a duras penas se separaban duchas de mujeres y hombres y en donde todos dormíamos poco menos que hacinados en literas que bien parecían el jergón de una celda, o directamente en el suelo sobre una colchoneta o saco de dormir, covertian la experiencia de descansar en un albergue de peregrinos en un momento difícilmente olvidable. La ausencia de comidades se daba por buena, después de una larga jornada de caminata, con la cabeza bloqueada por el cansancio y dolor de piernas que hacía que a la mañana siguiente amanecieran rígidas como dos tablas.

 Un par de noches, antes de ir a domir, compartí cena con mis circunstanciales compañeros de descanso. En aquel cuartucho que simulaba ser un comedor, y sobre un banco corrido de madera llena de muescas y grafitis que otros peregrinos habían dejado a modo de huella de su paso, cada uno sacó lo que llevaba, y de aquella improvisada despensa, todos dabamos cuenta, en lo que, pese a todas las buenas intenciones, no dejaba de ser un frugal convite. Aunque lo que realmente nos alimentaba eran las conversaciones, el compartir con un extraño lo mucho o poco que llevases encima. Si en algo consistía hacer camino era precisamente en eso: en dar antes que recibir, en compartir, sin más.

 Los esfuerzos dieron su recompensa, y tras pasar por el Monte del Gozo, las torres más altas con sus campanarios, dibujadas sobre la silueta de edificios bajos de la ciudad, hacen que se acumulen en la cabeza infinidad de recuerdos, y que las lágrimas aparezcan en tus ojos fruto de la emoción del momento, aunque tu hagas por contenerlas pudorosamente. 

 Casi sin pretenderlo, llegué a punto de que comenzase la misa de pergrinos de las doce, aquella que hace unos años siempre ponía en funcionamiento el botafumeiro perfumador, y a la que se podía acceder con la mochila en ristre, sin que las actuales medidas de seguridad hagan que debieras depositarla fuera en alguna parte.

 Idílico, por más que me retrotraigo a esos días de un caluroso mes de Julio de dos mil tres, menos consigo dejar de emocionarme igualmente. Hace poco volví a ver las fotos que saqué en aquellos días, todas en papel a falta de smartphone con que poder inmortalizarlas, y aún conservo el diario que escribí, que como si de un cuaderno de bitácora, fue testigo fiel de mis quehaceres y de cuanto aconteció.

Curiosamente el momento menos agradable vino al final, una vez acabada la misa, cuando dirigí mis pasos hacia la oficina del peregrino, con la mente puesta en certificar los kilómetros andados, y obtener mi bien merecida Compostela o Compostelana. El paseo fue escaso, nada que ver con la nueva ubicación, detrás del Hostal de los Reis Católicos que obliga a cruzar el Obradoiro y bajar por una calle en pendiente con sus adoquines, casi un hito para unos pies que después de tantos días de fatiga ven como se hace un mundo dar los pasos más insignificantes. En aquella ocasión estaba al lado, justo en la Rua Nova, bastaba con salir por Platerías de la catedral y cruzar la pequeña plaza para llegar a la entrada del recinto.

 Como era previsible, la cola era importante. Derrengados, con ganas ya de acercarnos al hostal o lugar de acogida donde comenzar el reposo y pensar sobre lo vivido a lo largo de todos esos días, esperabamos pacientes a que la fila fuese avanzando hasta llegar a los mostradores donde voluntarios atendían y expedían la compostela. A mitad de camino, ya en las escaleras de madera que llevaban al piso de arriba, dos peregrinos que me precedían se enzararon en una absurda disputa, acusando el uno al tro de intentar colarse para conseguir el certificado antes.

 Seguro que no miento si digo que todos cuantos estábamos allí, mirábamos perplejos a los litigantes, con cara de no entender nada. ¿Cómo era posible que después de tantos días de fatigas, en algunos casos de penalidades consecuencia de ampollas, tobillos hinchados y rodillas maltrechas, después de haber dormido en sitios de salubridad justa, de haber comido a salto de mata, de haber dormido mal y a veces descansado peor, cómo después de haber sufrido viento, lluvia, (si, incluso en julio llueve en Galicia), y un calor angustioso especialmente cuando las etapas se alargaban más de lo debido y llegabas a los albergues después de la una de la tarde, cómo era posible que despúes de haber sufrido todo eso, y a menos de dos metros de conseguir la preciada compostelana, uno pudiera perder los estribos, la paciencia y encararse con otro igual de fatigado?

Quizá sea cosa de la mente de cada cual. Seguramente el tope que tenemos todos es variable, y en esas circunstancias, quienes me precedían ya habían alcanzado el suyo.  Viéndolo con la perspectiva que dan los años de distancia, no pasa ahora de ser una simple anécdota, sin embargo me lleva a pensar en la necesidad de ser fuertes siempre hasta el final, de no perder la compostura, ni los nervios hasta que se alcance la meta. O simplemente sea cosa de no perder la templanza, de tener paciencia, con vistas a no arruinar todo lo logrado en un instante postrero, por una tontería.

 En el fondo todo esto viene a cuento del momento en que vivimos, en el que durante tres meses hemos sido sometidos a un lento peregrinar inverso, donde nadie debía moverse, y nadie debía dirigirse a ninguna parte. Donde los albergues eran nuestros confortables hogares, con todas las distracciones y comodidades que dan tu casa y tu cama y donde el rancho que nos alimentaba, venía preparado con la calma que da el poder concinar en tu casa o la placidez de tirar de teléfono y pedir comida preparada. Comodidades que al ser impuestas a muchos se le han hecho bola, pero ya que hemos llegado hasta aquí... Sería ridículo perder todo lo ganado por un arrebato de impaciencia.

 La meta ya está ahí. Basta con verla tan cerca para poder disfrutarla. No nos saltemos el orden de cola, que el mostrador de la libertad, está justo delante, apenas a un par de pasos más... 

 

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