El practicante

 Entraba sigiloso en casa, siempre con su gabardina oscura cerrada que le cubría un cuerpo que nunca vi y que imaginaba delgado.

 Portaba un viejo maletín de cuero, del que sacaba con diligencia el instrumental que necesitaba para realizar su tarea.

 Por más que supiera que iba a venir,siempre me pillaba desprevenido. La escena se repetía una y otra vez, ya fuera con mi madre o mi padre, que a duras penas conseguían sujeterarme para bajarme el pantalón y convencerme para que me quedase quieto, mientras el practicante ejecutaba con precisión su labor.

 Era rápido y efectivo, con un poco de algodón embadurnado de alcohol etílico de 96 grados, limpiaba la superficie de la piel en la nalga, elegida al azar para cada ocasión, antes de que la aguja penetrara la epidermis primero, para luego transferir con la ayuda del émbolo la sustancia que el tambor de la jeringuilla contenía, líquido que prevíamente extraía de un pequeño recipiente de cristal, sellado con un tapón de goma que la aguja con la que después me pincharía a mi, traspasaba sin apenas dificultad. 

  Nunca supe por qué me ponían esas inyecciones, ni para qué, ni qué sustancias o activos me inoculaban  por via intramuscular.

 Hoy por casualidad, me he enterado con un reportaje en internet que hablaba de los practicantes, de qué función cumplían en los años setenta y ochenta, de que cualificación debían tener y de cómo esa tarea a domicilio ha desaparecido, diluyéndose como tal entre las habilidades que se asignan a la función de enfermería, hoy ya más propia de un centro de salud.   

 Los tratamientos han cambiado, y las formas de suministrarlos, también. Esa vieja pesadilla de infancia, mal rato que duraba más o menos, según lo que tardase la piel en digerir el banderillazo y su consecuente dolor, se ha quedado en un fugaz recuerdo, compartido sólo con los de mi generación.