Pollinguer, cara polla, quasimodo, miniyo... Es difícil encontrar un político en este país que acumule un surtido más variado de apelativos, nada carioñosos, por cierto. Su aspecto enclenque y desgarbado, acompañado por unas gafas redondas que le dan un aire de empollón con pocas habilidades sociales y la dentadura poco cuidada, hacen de su figura una diana fácil para lanzar dardos en forma de motes.
Gajes del oficio, que diría el otro; a fín de cuentas un político con tanta visibilidad, tiene que estar preparado para estar en el centro de la diana; casi diría que va incluido como suplemento en su sueldo de primer edil del municipio más importante de este país.
No insulta el que quiere, sino el que puede; quedará como anécdota de su paso por el consistorio madrileño, cuando, con la perspectiva que dan los años, se haga valoración de su gestión y logros. Será uno más de los muchos cargos que pasaron por las instituciones y salieron de ellas con apelativos de toda índole, gracias al gracejo popular, siempre al quite a la hora de colocar sobrenombres a sus dirigentes, sean de su cuerda o no.
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