Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




lunes, 31 de mayo de 2021

La puerta de la esperanza

La primera vez que hoy hablar de Juan Antonio Vallejo-Nágera fue en casa, a cuenta de una foto suya dedicada que tenía mi padre, cuyo autógrafo había conseguido en El Horizontal, restaurante de alto copete de la zona alta y noble de El Escorial, en el que mi padre trabajaba en sus años de pluriempleo, cuando a su sueldo de cartero, añadía las horas que echaba en aquel local de restauración.

 Recuerdo verle mirar la foto con delicia, que seguramente haya sido la única firma que haya pedido en su vida, recordando la educación exquisita, atención y amabilidad de aquel hombre, al que con el tiempo acabaríamos viendo mis hermanos y yo, en las páginas de sociedad de las revistas, y en la televisión junto a Jesús Hermida

 Por casualidades del destino, rescatado de una muerte segura junto a otros libros que una compañera de trabajo iba a tirar a la basura, llegó a mis manos el que fue su último trabajo como escritor, La puerta de la Esperanza, libro publicado al alimón entre las editoriales Rialp y Planeta, y escrito por el también escritor y amigo, Jose Luis Olaizola, autor de la mejor novela infantil jamás, escrita en este país, (Cucho, 1982) que, como todos los libros publicados por el doctor, fue éxito de ventas. Ëxito desgraciadamente efímero, ya que el libro salió de la imprenta meses después del fallecimiento del doctor por culpa de un cáncer fulminante, allá por el año 1990. 

 Con el formato de entrevistas grabadas que luego Olaizola transcribía al papel, Vallejo - Nágera hace un repaso a su vida de hijo de médico, padre que a la sazón ha sido considerado por muchos como el Mengele español, por la contundencia y afinidad que mostró al franquismo, así como a sus técnicas de depuración, de estudiante de medicina antes de completar la carrera y la especialización en Psiquiatría, de la obtención de puestos por posición, hasta alcanzar la cátedra universitaria, del logro de su nutrida y generosa cartera de pacientes, de su faceta privada como marido y padre, tras contraer nupcias con una rica heredera de origen filipino, y, en fin, de cómo una a una fue desarrollando todas y cada una de sus inquietudes casi a la manera de un hombre renacentista, saltando de la medicina a la literatura, de la literatura a la pintura Naif, y de los pinceles a la faceta de comunicador y conferenciante, sazonando todo eso, con sus pinitos en el mundo de la encuadernación de lujo,  del gof, el polo, y la asistencia a los saraos de la alta sociedad, que le hicieron codearse con artistas, toreros, diplomáticos, aristócratas y reyes.

 Casi podría decirse que es dificil encontrar una existencia tan bien aprovechada, una vida tan intensamente vivida y tan universalmente reconocida, pues es complicado aún hoy en día inhibirse de la vida del polifacético doctor, cuya presencia es visible en medios, programas de cocina, o revistas de papel cuché donde varios de sus decendientes, hijos o sobrinos, son protagonistas.

 El libro, dramático pues narra los últimos momentos de vida de un hombre venido a menos a causa de su dolencia física, que le consume página a página, es un canto íntimo a las creencias más íntimas de su protagonista, donde inevitablemente sale a colación su acendrada profesión cristiana católica, de la que fue acusado fiel durante toda su existencia, incluso a riesgo de poner en tela de juicio su credibilidad profesional como médico.

 Varios pasajes critican duramente eso que el doctor denomina nuevas modas y relación moral de los progres, término que curiosamente ahora está de rabiosa actualidad,  en temas tan significativos como el adulterio o la homesexualidad, que como no podía ser menos, el doctor rechaza, aunque con eufemismos. Lejos de denominarles directamente enfermos, considera que los que profesan el sexo con congéneres de su misma condición son persona complicadas, que necesitan de mucho cariño y comprensión para hacerles ver y dar entender lo erróneo de sus conductas.

 Y repentinamente toda la ejemplaridad y respeto que la figura del doctor me  inspiraba, después de tantos años desde que viera por primera vez la foto del autógrafo de mi padre, se vino a pique con las consideraciones del médico, que antepone su condición de creyente, a sus obligaciones como profesional de la medicina, con base y formación científica y académica. Me recordó una de las razones por las que un día dejé de creer y considerarme católico, fruto de esa cobardía de pobres y ruines hombres pequeños, incapaces de poner el grito en el cielo, para protestar frente a la curia, por unas creencias arcaicas que menoscaban la integridad de las personas, tildándolas de enfermos y de escoria; quién sabe cuántos maricones no acabarían en alguna de las instituciones que hombres como el doctor dirigían y en donde diagnosticaban sus conductas desviadas, antiguos manicomios, hoy afortunadamente desaparecidos; allí terminaron muchos homosexuales, que eran apartados de la circulación con la tolerancia del régimen entonces vigente.

 Mucho ha cambiado este país desde entonces, y no precisamente gracias a personas como el protagonista de este libro, cuya lectura, pese a todo, merece la pena abordar, con el respeto que se merece quien sufre y afronta con dignidad el último tramo de una vida abocada a la muerte.

 

 



 

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