Hace algo más de diez años que visité Marrakech, en un viaje que me impresionó por la belleza de la ciudad y la espantosa temperatura que soportamos aquellos días de finales de junio, rozando los cincuenta grados.
Alojados en un hotel con hammam del barrio judío, comenzamos algo dubitativos caminando por calles atestadas de gente; pronto vencimos esas dudas iniciales al comprobar la amabilidad de los vecinos de esa zona de la ciudad, dispuestos a ayudarte en todo momento, eso sí, siempre a cambio de alguna modesta compesación monetaria. Me encantó esa picaresca, esa manera de llevarnos por sitios que antes o después terminaban en alguna tienda o esquina del zoco; imaginación al poder para conseguir ingresos extra.
Siempre será para mi la ciudad de los gatos, visibles por cientos en sus callejuelas, bien alimentados y cuidados pese a todo; en medio de ese caos de animales de carga, motos y coches, los mininos tenían su espacio, seguramente en reconocimiento por mantener la ciudad libre de roedores. Igual podíamos apuntarnos a esa misma idea por estos andurriales.
Desde que se supo la noticia del terremoto que está acuciando a Marruecos, mi pensamiento está en la ciudad, en donde tanta casa de barro cocido había, construcciones endebles que han sucumbido como castillos de naipes ante los temblores. Ni siquiera la imponente Mezquita Kutubia y las Muralllas rojas se han librado del impacto de un terremoto de escala siete, que además de tanta destrucción, ha segado la vida de muchos cientos de personas.
No me cabe duda de que pese a todos los obstáculos y abandonos, el orgullo del pueblo marroquí será capaz de reconstruir lo caído y de salir adelante, honrando a sus muertos. Descansen en paz.
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