Veo un partido de fútbol femenino por la televisión. Reconozco que cada vez lo hago con más asiduidad. Es sin duda un espectáculo creciente, que genera interés en proporción igual a la calidad que demuestran sus jugadoras sobre el terreno de juego. Las ganas de ver partidos son por tanto merecidas y justificadas.
Amen de las jugadas y la calidad técnica de las contendientes, observo en comportamiento de las chicas, así como sus hábitos, que van más alla de vestir la camiseta y el patalón de los colores que defienden.
Cómo llevan recogido el pelo, así como alguna pulsera de goma, toda vez que es peligroso llevar abalorios durante la batalla deportiva, inevitáblemente física y de contacto... Cada cual a su estilo y albedrío; unas más discretas que otras, todas activas en aras de ganar la contienda.
Pero de entre todas las cuestiones de imagen o estética, quizá la que me produzca más sorpresa es la de los tatuajes, que como ocurre en los chicos, no pocas veces se caracterizan por ocupar amplios espacios, en brazos y piernas, con dibujos de cruces, calaveras y elementos de lo más variopintos. Horas de trabajo sin duda, detrás de cada uno de ellos.
Cosas de los tiempos. El tatuaje agromán o tipo camionero, ese que antes se ponían los de baja estopa o los malotes, y que mas bien despertaba más fobias y reparos que filias, ha adquirido un significado diferente, y tiene aceptación en los dos sexos.
Equiparación a todos los niveles, incluidos los del mal gusto, aunque para gustos, ya se sabe, los colores. Lo importante es poder hacer, sin que el sexo sea un handicap determinante o excluyente.
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