Memorias de ayer, recuerdos de infancia. El sonido de una escoba de retama con sus largos filamentos rascando el suelo de cemento rugoso y deforme, sacando de las rendijas más persistente, cualquier resto de suciedad que se empecinase en intentar esconderse.
Más que barrer parecía arañar el suelo, con esas poderosas ramas. Era una lucha de poder a poder entre cemento y ramas atadas a aquel palo de madera, que mi abuela había acortado con una sierra para que se adecuase a su talla. Talla que durante un tiempo fue tambien la mía, hasta que inevitablemente di el estirón.
Escobas como aquella no se compraban en tiendas, se hacían de un modo artesanal. Y duraban años, antes de que se partieran las ramas que hacían la función de barrer por el desgaste del uso. Provenían de factorias rudimentarias, de zonas eminemente rurales, y acababan en la casa fruto de un trueque, con algún lugareño de aquellos que frecuentaba mi abuelo, cazador y amante del campo.
Hoy cuando las veo en tiendas de bricolaje, a la venta como artículo de limpieza para azoteas, terrazas o accesos a casas, me acuerdo de aquella vieja mujer encorvada, paseando con esmero una y otra vez su escoba de retama, limpiando a conciencia un suelo que pese a las palizas que le daba insistía en mancharse acumulando polvo, migas de pan, y, siempre por culpa mía, envoltorios de caramelos de café.
Aquel batiburrillo de suciedad acumulada en el suelo, lo llamaba mi abuela fusca. Durante años fue palabra que sólo se usaba en mi casa, y que nunca contrasté fuera, convencido de que no existía en el diccionario. Pero como tantas otras que ella empleaba, (zahurda, calambuco, jofaina, changar), claro que existían.
En el diccionario es una de sus acepciones, dice: maleza, hojarasca. Ahora las escobas de bruja si que limpian esa suciedad de las afueras, que mi abuela en su vocabulario propio introdujo dentro de su casa. Seguramente ese fue un privilegio al que sólo tuvo acceso de adulta, ya que su niñez la pasó en la calle, que apenas si abandonaba para abrevar en un humilde chamizo, donde una estancia hacia las veces de cocina, comedor, salón, y dormitorios, con un mobilario tan parco como miserable. Y así entre el jergón que le servía de cama, la mesa camilla que soportaba el brasero, y las sillas de anea que permitían sentarse, pasaba ella la escoba una y otra vez sobre un suelo de tierra, hasta sacar la fusca a la calle, de cuyos aledaños bien se cuidaba de alejar con diligencia.
Hoy la fusca baila la rumba, o huye despavorida con cualquier sistema de aspiración con o sin cables. Pero hoy como entonces, la maleza u hojarasca doméstica requiere de atención, pues por mucho que evolucionemos la mierda no dejará de acumularse en todas partes, empezando por el suelo.
Yo ajenos a inventos seguiré barriendo como mi escoba que a diferencia de las tradicionales no se hizo ni de retama, ni de sorgo; es de goma, casi de una pieza, diseñada al parecer para levantar poco el polvo a la vez que lo arrastra a donde lo dirigen mis manos. Y como entonces tendrá un mango más corto de lo habitual, no sólo porque ocupa menos espacio. Es también la escoba de mi abuela, y como ella, como si estuviera con ella, barro la fusca...
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