La fiesta va por barrios. Hoy han aparecido las redes sociales llenas de videos de una ruidosa cacerolada en una céntrica calle de Madrid. Balcones llenos de vecinos que se intercalaban entre unos que acudían a la cita de las ocho con las consecuentes palmas y otros que respondían a la misma llamada pero en señal de protesta con sus cacerolas. División de opiniones que dirían los taurinos.
En mi zona la realidad es otra muy diferente. La salva de aplausos que atronadora sonaba desde las 19:59 horas todas las tardes, acompañada de gritos de apoyo a los sanitarios, y saludos al vecino de enfrente, amenizadas con canciones que variaban según fuese el vecino que pinchara, han ido diluyéndose de una manera lenta y constante, hasta el punto de convertir la cita de las ocho en algo puramente testimonial.
Apenas si somos seis vecinos los que acudimos a la cita. Seis que acudimos desde las mismas ventanas, ya que aquí nadie tiene balcones ni terrazas. Dos señoras desde un bajo y la calle, la una hablando a la otra mientras aplauden, un niño de apenas unos diez años y un matrimonio de ancianos que desde su cuarto piso, acuden juntos los dos a la quedada de todas las tardes.
Están justo en frente de mi edificio, y aunque les vea desde mi segundo piso, la inclinación del terreno donde están ambos edificios compensa la diferencia de altura. Puede que nos separen unos treinta metros, pero nos vemos perfectamente las caras.
Los aplausos siempre duran unos tres minutos. Para terminar nos despedimos con un sonoro "hasta mañana", y movemos las manos en señal de saludo y despedida.
Ellos no los saben, pero en el fondo cuando me despido de ellos lo hago pensando en mis padres, que al igual que ellos se asoman al balcón de su casa en Málaga. Están los dos sólos, y aunque hablemos con regularidad el no poder vernos acrecienta la sensación de temor y de preocupación.
Puede que los aplausos terminen pronto, pero mientras ellos dos salgan, yo seguro lo haré con ellos.
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