No he podido evitar acordarme de la exposición
que la Fundación Espacio Telefónica dedicó hace unos años a la
figura de Nikola Tesla. Absolutamente maravillado, por la
capacidad investigadora de este físico e ingeniero, uno saltaba de los paneles
explicativos a las maquetas, y de las maquetas a las fotografías donde se
relataban los experimentos y experiencias científicas de cuyas patentes algunas
si supieron aprovecharse. Siendo un activo básico en cuestiones tales como la
corriente eléctrica o la radiotelegrafía, Edison o Marconi,
alcanzaron fama y gloria en dos materias en las que Tesla desde luego tuvo
mucho que decir y que ver.
Apenas
si acompañado por sus palomas, esas que recogía malheridas en las calles, murió
solo arruinado, y su memoria apenas si le hizo justicia. Incluso hoy, al poner
la palabra Tesla en algún buscador de internet, no es su biografía o nombre lo
primero que aparece, sino cierta compañía de fabricación de vehículos eléctricos.
Es sin duda el gran abanderado de los perdedores
de la historia.
De eso, de perdedores, de grandes pensadores e
investigadores no reconocidos en la amplitud de sus investigaciones, va este
libro, El reino del lenguaje, último trabajo de Tom Wolfe,
(Editorial Anagrama), que, a modo de testamento literario,
confeccionó este pequeño ensayo periodístico, donde todas sus habilidades como
comunicador salen a relucir: mordacidad, minuciosidad, y ese
remarcado perfil incisivo que le convirtió en un sujeto incómodo para muchos.
Como bien significa su título, este libro va sobre
el lenguaje. Sobre la capacidad que tenemos los seres humanos para emitir
sonidos o fonemas con los que confeccionar signos que son la base de las
palabras, instrumento del que nos servimos para comunicar, principal valedor
sobre el cual se asientan todas las ideas, y base sobre la que se construyen
las voluntades. Sin lenguaje no seriamos seres humanos, ni nos habríamos
convertido en la punta de lanza en cuanto a evolución de cualquier forma de
vida sobre la tierra. Pero a la pregunta ¿De dónde viene el lenguaje?, hoy en
día nadie tiene una respuesta clara al respecto.
Dos son los principales investigadores que en
materia lingüística y evolutiva han marcado a generaciones de investigadores. Charles
Darwin, que en su célebre ensayo El origen de las especies, puso
patas arriba a la comunidad científica con sus afirmaciones sobre la ascendencia
de los seres humanos con los primates y Noam Chomsky, gran
patriarca de la Lingüística del siglo XX y principal referente de
esta disciplina a nivel académico, intelectual y filosófico. Sobre la validez
de sus estudios y descubrimientos, nadie cuestiona nada, y sus figuras son
acreedoras de homenajes en muerte y vida, dado que Chomsky aún sigue entre
nosotros, y tal vez a su muerte merezca una estatua en mármol blanco como la
que posee Sir Charles Darwin en el Museo de ciencias
Naturales de Londres.
Pero Wolf va más allá, y haciendo gala a su
fama de polemista, se atreve en este trabajo a poner al menos en duda la grandeza
de las dos figuras arriba expuestas. Y para ello resalta la tarea de dos
investigadores, apenas conocidos para el gran público, que llegaron a conclusiones
parecidas a las de nuestros campeones, y en alguno de los casos, incluso fueron
pioneros en sus pesquisas, aunque la historia haya hecho acreedor de ese mérito
a unos y no a otros.
Es el caso de Alfred Russel Wallace,
naturalista cuya visión de la evolución de las especies pudo ser, sino
plagiada, si obviada por aquellos a quienes envió sus trabajos científicos desde
donde realizaba trabajos de campo como papamoscas, recogiendo
muestras y especímenes que poder importar al viejo continente para realizar investigaciones.
Darwin, cuyas conclusiones estaban aun en precario, pudo tener conocimiento de
ese trabajo y, mal aconsejado por otros miembros de la comunidad académica que
le impelían a publicar ya sus investigaciones, dejó este olvidado en un cajón
para no entorpecer la gloria y polémica del otrora explorador del Beagle.
Dicen las malas lenguas que vivió con cargo de conciencia, por ello, el
resto e su vida.
El otro nombre que saca a la palestra Wolf es
el del antropólogo David Everett, que corrió mejor
suerte que Wallace, seguramente por nacer en una época más reciente donde la publicación
de estudios cuenta con más posibilidades de divulgación. Su
estudio de campo realizado gracias a la convivencia durante muchos años junto a
la tribu amazónica de los Pirahã, piso
en jaque a buena parte de las conclusiones previas en las que la comunidad científica
casi creía a pie juntillas, como cifrar el origen del lenguaje humano en el
canto de los pájaros, pensar si es un don innato de los seres humanos, o la estructuración
del lenguaje a través de la recursividad, que para Chomsky es
una propiedad que permite hacer una distinción entre el lenguaje humano y el de
los animales al tiempo que demuestra la existencia de una gramática universal.
Con ese argumento encontraríamos el sustento de todos los idiomas que a pesar
de las diferencias tienen una raíz común. Sin embargo, Everett demostró con sus
estudios que no todas las lenguas respondían a ese principio, como ocurría con
la lengua de la tribu que le acogió. Los indígenas se comunicaban con expresiones
que representaban una imagen, sin que se establecieran frases o expresiones
conexas con estructura gramatical convencional, al estilo de las lenguas que
nosotros hablamos. De un modo casi imprevisto e involuntario, Everett echó por
tierra la principal teoría del gran lingüista, a quien tales averiguaciones
gustaron poco o nada.
Desde
luego es un libro con moraleja, el avance humano y los descubrimientos no
siempre han de tener un único padrino, pero la vida, como si de un articulo
de prensa se tratase, siempre está llena de grandes titulares y en ellos suele
ser uno el que destaque. La evolución de las especies siempre será descubrimiento
de Darwin, el título de genio de la lingüística es un honor reservado a Chomsky,
del mismo modo que el inventor de la radio siempre será Marconi.
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