Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




martes, 7 de febrero de 2017

Último tren a Treblinka

 Puede resumirse en una sola palabra la experiencia que viví el pasado domingo en la sala de teatro madrileña Cuarta Pared, a cuenta de la asistencia al montaje Último tren a Treblinka de Vaivén producciones que reproduce la historia del profesor y pedagogo Janusz Kòrczak y su encomiable labor de creador de un espacio de refugio para doscientos huérfanos en los meses del Gueto de Varsovia de 1942, preámbulo a la mortal deportación, triste final que muchos judíos polacos sufrieron en las temibles cámaras de gas nazis.

 Esa palabra es emoción.

 Emoción porque descubres que a la entrada en el recinto, el patio de butacas no existe y tu localidad de asiento es un sencillo banco de madera de un comedor escolar o una litera. De ese  modo pasas a ser un niño más en el orfanato de Kòrczak.

 Emoción porque vives la trama como uno más, inmerso en el escenario y siendo parte de la acción, acompañando a unos actores que te miran cuando interpretan, te tocan cuando se desplazan, te llaman por tu nombre y cantan contigo cuando corean las canciones infantiles que en aquellos días de agosto del año cuarenta y dos, cantaron aquellas criaturas desahuciadas en sus juegos.

 Emoción porque pese a la penuria del momento, la hambruna galopante, la asfixia de un entorno hostil que apenas si les deja pisar la calle, compartes con ellos la esperanza de vivir en un sitio normal, un espacio donde los niños se comportan como niños, pero actúan con reglas de adultos. Niños que crean su propio tribunal de justicia y juzgan las tropelías que unos se hacen a los otros, niños que pese a todo no pierden la inocencia, ni la ilusión por el juego, por conseguir el primer beso robado de adolescente, por correr tras una pelota, por actuar en una obra de teatro de Tagore.





 Emoción. Intensa, agobiante, tan fuerte por momentos que troca las risas generalizas del juego previo en un dolor intenso que puebla de lágrimas muchos de los ojos de los asistentes en vísperas del desenlace. Tensión que sólo explota y sale afuera en el momento en que las luces se apagan para dejarnos a oscuras y anunciarnos el fin de la representación y que son la antesala de la necesaria salva de aplausos, que acometemos con rabia como acto necesario para liberar pulmones y garganta que por un momento parecen oprimidos y que ahora vuelven a sentir libertad, mientras los actores nos saludan en mitad de un escenario que es el suyo y también el nuestro, porque durante setenta y cinco minutos fuimos cómplices necesarios; fuimos niños del orfanato.


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