Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




miércoles, 15 de febrero de 2017

La mesa camilla

 Es uno de los grandes recuerdos de mi infancia, la mesa camilla que había en la casa de mis abuelos, junto a la cual viví momentos felices e inolvidables.

 Estaba justo a la izquierda, según entrabas en aquella estancia que hacía las veces de salón, comedor y cocina, todo en una pieza, sin tabiques o muebles que crearan espacios separados. Ocupaba un rincón, justo debajo de la radio antigua, que nunca escuché funcionar y que encaramada en un estante era el único adorno de aquellas paredes lisas pintadas de azul claro, junto a algún calendario del año en curso. Con su tarima, sujeta a las cuatro patas por diversos remaches y su agujero en medio para colocar el brasero de picón que con tanta maña preparaba mi abuela en el balcón todas las mañanas para enfriarnos en las duras noches de invierno, quedaba cubierta por una colcha cuyos faldones levantábamos para meter las piernas, junto a un hule que a su vez la protegía del día a día de desayunos, comidas y cenas.

 Al calor de aquellas brasas de picón, que tardaban tanto en consumirse, un brasero daba para un día y a veces quedaban rescoldos suficientes como para usarlos en otro nuevo, se motaban las tertulias más diversas que uno pueda imaginarse; eran  muchas las horas que sentados pasábamos en aquellas sillas de mimbre arrimadas al fuego como sus ocupantes; un fuego de pobres ante la falta de chimenea u otro medio más moderno de calefacción. Ya fuera acompañando a las comidas o simplemente viendo la televisión, aquella mesa camilla era testigo mudo, de asuntos domésticos, cotilleos sobre la vida de los vecinos, disputas políticas, partidos de fútbol, programas de música...

 Una de esas veces, una de las pocas que seguramente que recuerde que estuviera la televisión desconectada, aprovechando la visita de un vecino para tomar café, la conversación acabó derivando en la Guerra Civil. Aquello gustó a mi abuelo, que vio en ello una oportunidad de contar sus experiencias, sabedor de que atraería para sí toda la atención de cuantos estábamos sentados a esa mesa: mi abuela, mi hermano mayor, mi vecino, él y yo. No ahorró detalle alguno al contar como lo reclutaron para ser conductor de un general que según se sentó en la parte trasera del vehículo que le habían asignado, le dio la orden de partir hacia el Frente de Asturias, para matar rojos y conquistar aquello, según sus propias palabras. Acabada la campaña del norte, con su regimiento, se dirigió al frente de Aragón para recuperar Teruel, para acabar participando en la Batalla de Brunete donde una vez más volvió a acordarse del frío, las trincheras y la escasez del rancho que les hacían llegar. Eliminada toda resistencia en el interior y una vez abierta la brecha que separó por el Mediterráneo, al ejército republicano de sus principales plazas, Valencia y Barcelona, el último servicio que prestó mi abuelo al ejército franquista fue la de ayudar a limpiar con toda la crueldad del mundo decenas de pueblos de La Mancha, mayoritariamente de la provincia de Ciudad Real, en una operación que eliminó a decenas de considerados indeseables, que en no pocas ocasiones terminaron delante de un pelotón de fusilamiento. Movidos por el rencor y el odio, cientos de familias sufrieron la aniquilación de algunos de sus miembros por el simple hecho de caer sobre ellos sospechas, o ser objeto de denuncias por parte de vecinos cuya inquina y rencor no conocian de misericordia alguna. Otros más afortunados acabaron en campos de trabajos forzados, ofreciendo mano de obra casi gratuita a alguno de los faraónicos proyectos con que el Caudillo quería comenzar la reconstruccion del país.

 Aquel niño de apenas ocho años que era yo, oía con fascinanción el relato limpio, contundente y sincero de mi abuelo. Me emocioné con él, como lo hicimos todos, cuando contó el momento en que volvió a abrazar a mi abuela, que casi dos años después supo de su marido, con el que apenas llevaba casada cinco años. Lágrimas de alegría de saber con vida al padre de mi madre, del que nadie supo decirle si estaba vivo o muerto en todos esos meses. Tan aterrado quedó con la experiencia, que a la vuelta a casa, mi abuelo decidió no pasar por el gobierno militar, para dar constancia de que había sobrevivido, como era obligatorio para todos los soldados al volver del frente. Tras dejar pasar unos días decidió volver a su puesto de trabajo, y así, como si no hubieran pasado tres años de guerra, se reincorporó a su puesto en la Diputación, donde algunos de los que estaban antes le dieron la bienvenida, y en donde sus superiores decidieron indultarle el feo gesto de no haber cumplido el trámite de pasar por la instancia militar antes de la civil para comunicar que seguía vivo. Como el decía, estuve muerto para los civiles, pero muerto para los militares; nadie nunca le comentó nada y así sin más, continuó con su vida, en unos años, lo de la posguerra que trajeron hambre y piojos a un país que no supo de comodidades en al menos veinte años.

 Todo lo que contó aquella tarde y noche, con aquel solitario café que nos cundió para varias horas, podría haberse terminado así, pero el abuelo tuvo que contestar a una pregunta que su nieto de ocho años, así sin venir a cuento le soltó:

- Abuelo, ¿ Has matado a alguien?

 Su cara era todo un poema. Apenas entreabrió la boca para intentar farfullar algo. De repente dejó de mirarme y sus ojos se perdieron, fijando la vista en algún punto que no estaba en aquella estancia ni en aquella casa. Y así durante unos segundos que se hicieron eternos mantuvimos todo ese silencio sepulcral, que solo él se atrevió a interrumpir para contestarme:

- Yo disparé a donde había gente... Varias veces... Pero no se si le acerté a alguien...

 Como si de un naufragio se tratase, el vecino invitado soltó un clásico, "bueno yo ya me marcho" dándose por terminada aquella tarde de café y de historia alrededor de la mesa camilla. Nunca más volví a hablar con mi abuelo sobre la guerra, pero jamas olvidaré aquellos ojos perdidos, vidriosos y aguados en lágrimas que no supieron o no quisieron contestarme. O tal vez si lo hicieron, porque hay cosas que no hay palabras que puedan describir.

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