Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




sábado, 21 de enero de 2017

El martillo

 Acomodado en mi asiento de pasillo, en una de las primeras filas como siempre, comenzaba otro nuevo viaje en autobús que me traería de vuelta a casa. Dejando que la vista se perdiera en la carretera, mis ojos iban siguiendo el trazado de la linea discontinua de una autopista que casi me conozco de memoria después de tantas idas y venidas que se traducen en miles de kilómetros de trayectos.

  Carente de aliciente alguno de entretenimiento, que normalmente se presenta en forma de película, y a tenor de que la tarde iba cayendo y con ella la luz natural, me disponía a dormitar un rato hasta que mi vecina de asiento, justo la que se sentaba al otro lado del pasillo, empezó a llamar mi atención con gestos extraños. Debía tener unos treinta años, rubia de pelo rizado, muy delgada, se afanaba en hacerse un ovillo sobre su asiento, apoyando la barbilla sobre sus rodillas de unas piernas flexionadas que previamente habían descalzado sus pies. Inquieta, nerviosa, parecía no estar cómoda en ninguna postura, y no hacía mas que girar la cabeza en una dirección y en otra, sin que nadie más pareciera percatarse de su comportamiento, habida cuenta de que su vecina de asiento andaba dormitando desde que prácticamente arrancase el autobús.

  Decidí dejar de prestarle atención y aunque tanta inquietud y tanto trajín, me hacían observar lo que hacía por el rabillo del ojo, de cuando en cuando. En esa tesitura, los kilómetros de autopista iban cayendo y con ella las horas muertas en un asiento que por más que intenten hacer cómodo los fabricantes de este tipo de vehículos, nunca deja que tu cuerpo se acostumbre a él y al escaso espacio que dejan libre para estirar las piernas, algo que a mi vecina nerviosa poco preocupaba a tenor de la exhibición de contorsionismo que seguía realizando desde su asiento número nueve.

  Estábamos ya cerca de Córdoba, no debía quedar mucho para realizar la parada de treinta minutos que el conductor habitualmente hace en un área de servicio, siempre en la misma, cuando, de repente, mi vecina la contorsionista, empezó a alzar la cabeza mirando con reiteración al techo, al tiempo que hacía el gesto de olisquear, como si fuera un perro. Y fue entonces cuando, inesperadamente se incorporó y tirando del martillo de emergencias que había en el techo del autocar se disponía a romper el cristal que anexo, invitaba a ello con el habitual mensaje de salida de emergencia.

  Nadie pareció darse cuenta de la jugada, en cambio yo , que andaba con la mosca detrás de la oreja, y que intrigado y en parte preocupado por sus comportamientos nerviosos, no dejaba realmente de mirarla, como si de un acto reflejo se tratara, en el momento en que ella se disponía a romper el cristal le sujeté el brazo. Sorprendida me miró con cara de incredulidad mientras yo le decía: 

.- ¿Pero, qué haces?

 .- Huele a quemado. Ahí arriba. antes de que salga humo....

 Fue decir huele a quemado para que la gente comenzase a reaccionar. Mientras tanto, yo terminé mi acción de ahorrarle a la compañía la reparación del cristal que sin duda hubiera roto. Aquel martillo, estaba sujeto a una especie de cadena fina, en lo que seguramente sea un sistema de seguridad homologado, y que en cambio a mi me pareció más una medida disuasoria para evitar que se lleve nadie el martillo, habitualmente desaparecido en los autobuses urbanos en lo que parece ser una especie de objeto de culto que igual ocupa un lugar destacado en las lista de objetos robados por cleptómanos.  Mientras yo intentaba enrollar la cadena y poner el martillo de vuelta a su lugar, la discusión sobre si olía a quemado o no, fue subiendo de tono, hasta el punto de obligar al conductor a tomar la primera salida de la autopista y parar en una zona apartada el autobús para hacer las comprobaciones precisas. Unos minutos tardó el chófer en comprobar que tanto portaequipajes como el cableado que había encima justo de donde se encontraba nuestra inquieta compañera de viaje, y que debía de responder a algún sistema de calefacción del vehículo, estaban en perfecto estado; tras asegurarse de que ninguno de los demás ocupantes habíamos notado nada raro, siguió el trayecto hasta la estación de servicio donde hicimos la parada de descanso habitual.

  Ya fuera del autobús, le perdí la pista, más preocupado de aliviar mi vejiga y de estirar las piernas ante la nada gratificante idea de pasar otras tres horas encajonado en mi asiento, cosa que hicimos con puntualidad, más si cabe tras el retraso que el pequeño percance con el martillo  provocó en la hoja de ruta del conductor. Y así, sin más incidencias volvimos a la carretera. Sin embargo los inquietos movimientos, a veces espasmódicos, que la inquilina del asiento número nueve seguía realizando ya no eran sólo objeto de mi atención; buena parte del pasaje acomodado en los asientos próximos, seguía con más o menos disimulo el comportamiento de aquella muchacha.

 .- ¿ Qué miras, pasa algo ?

 De repente la chica me habla y me pregunta al verme que estoy mirando hacia delante ligeramente inclinado; mi inocente búsqueda de algún cartel de la autopista para saber por qué localidad íbamos pasando, quedó de repente coartado con la tajante actitud inquisidora de la chica rubia inquieta.

.- No nada de particular. Le dije para cerrar una conversación que al no tener sentido, no tendría que haber empezado nunca. Pasado Despeñaperros los devaneos encima de su asiento se calmaron, tal vez fruto de la tensión que ella misma se estaba infringiendo. Acabó por relajarse del todo hasta el punto de quedar completamente dormida. Y con su sueño el resto del pasaje pudimos relajarnos también, cerrando así el viaje como viene siendo habitual y sin mayor trastorno al conseguir nuestro conductor recuperar el tiempo perdido en  las comprobaciones inútiles. Llegamos a Méndez Álvaro en hora, y una vez alcanzado el andén, somnolientos y cansados bajamos todos, confiando en sacar rápido la maleta de la bodega para poder marcharnos a la mayor brevedad.

 Nuestra amiga, bajó como un rayo sin esperar a recoger equipaje alguno, tal vez porque viajara ligera, o simplemente porque necesitase pasar antes por el cuarto de baño. Aun pareciéndome raro, decidí olvidarme y al recoger mi maleta, mis pies se encaminaron hacia la parada de taxis, estando el metro ya cerrado para volver a casa y con la única idea de meterme en mi cama. 

 Y en esto que una vez el taxista metió mi maleta en el porta equipajes, y yo me acomodé en una de las plazas de atrás del coche, justo cuando ya arrancaba, miré por el cristal de mi ventanilla y para sorpresa mía ahí estaba ella. Por uno momento se cruzaron nuestras miradas y cuando parecía que iba a aporrear el cristal para decirme algo, al ver que el vehículo se movía se dio la vuelta y se marchó de vuelta a la estación con un andar irregular y errático. Y así desde el cristal trasero del taxi vi como se perdía en la distancia. Tardé algunos segundos en girar la cabeza y sentarme dándole vueltas al comportamiento de aquella chica.

 Al día siguiente en la oficina, busqué en los periódicos si había noticia de alguna chica desaparecida, o si en la página de la policía aparecía algún comunicado sobre alguien que hubiera desaparecido. Aquel comportamiento nada normal, me hizo pensar que pudiera tratarse de alguien que pudiera estar en tratamiento, o que estuviera sujeto a algún estado de estrés. Ni lo uno ni lo otro. Y acabé por olvidarme del tema, aunque no olvidaré nunca aquel viaje, que  por una vez nos alejó de la monotonía  y el sopor de las horas de carretera gracias a un martillo.

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