Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




sábado, 1 de julio de 2017

El ramequín volador



  Era el último acto; la comida familiar presidida y bendecida por el obispo cardenal pondría el colofón al conjunto de reuniones y actividades, que bajo la denominación de VI Congreso seglar por la fe y la verdad, llenó durante casi setenta y dos horas toda una planta del hotel, repentinamente ocupada por sotanas, rosarios, capelos cardenalicios, jaculatorias y penitencias, todos aderezados de un intenso olor a incienso y a cirio.

  Sesenta mesas redondas de doce comensales cada una, dispuestas a lo largo del salón. La que hacía de mesa presidencial tenía forma rectangular y se había colocado a un lado del estrado, visible, no solo por su emplazamiento, sino por el color del mantel, púrpura, que contrastaba con el color crema de las demás mesas. Como única ambientación junto al atril de los discursos, una cruz de madera de ébano de al menos dos metros que acompañaría  a quien disertara durante el almuerzo.  Repaso metódico de cubiertos, platos, copas, servilletas... Dos tarjetas a cada lado de cada cubierto, una con la invitación al evento, detallando los intervinientes en el acto, y la otra con la configuración del menú estaban preparadas y en su sitio.

  Martina la coordinadora, repasaba todo con una mirada rápida antes de dar un último vistazo a los camareros. En formación, rígidos y con la mirada al frente, controlaba cuellos y puños, pajaritas y litos, mientras les decía unas últimas palabras, que sonaron suaves pero firmes, como si fuera un general frente a sus tropas, mostrando quien llevaba el mando en aquella refriega. No olvidéis que vendrá gente importante, les dijo al tiempo que colocaba a cada uno en su sitio. Después de muchos meses de organizar actos menores, incluso piñatas infantiles en aquellas instalaciones, este congreso era la oportunidad de desquitarse y de captar nuevos eventos, con la publicidad que siempre generaba un trabajo bien hecho.

 Dos minibuses aparcaron en la puerta del hotel y de ellos bajó una marabunta de niños, mezclados con monjas de hábito. Pasaron de largo de las bandejas de bebidas. Nada de refrescos por favor, dijo un señor de unos cincuenta años, engominado hasta el extremo y de riguroso traje negro, cuya orden fue inmediatamente asumida por la numerosa prole, que se comportaba como si todos fueran sus hijos. Vestidos igual, ellos con jersey de pico y pantalones de pana cortos, dejando al descubierto las canillas  ateridas por el frio de enero  y ellas con vestido estampado con florecillas y lazo rojo en la cabeza, tan grande que parecían monas de pascua, entraban mirando de reojo a las bebidas, libando, soñando con tomar un refresco que la mirada inquisidora del Torquemada engominado, borraba de sus cabezas.

 El resto de invitados siguió su lento pero constante trasiego. Ancianas señoras con sus mejores galas, militares de pecho cuajado de condecoraciones… el aire rancio de tocados y complementos parecía ajustarse al protocolo católico de aquellos a los que precedían. Al poco aparecieron los primeros miembros de la curia, con y sin fajín, acompañados de un numeroso séquito de colabores,   donde imperaba el mismo riguroso color oscuro. Junto a la puerta que daba entrada al salón comedor, Martina observaba como uno de los ministros del gobierno aparecía acompañado por un empresario habitual de la prensa rosa. La mueca de sorpresa que le produjo a Martina ver al personaje en una reunión así quedó pronto mitigado por la aparición de un guardaespaldas del ministro que preguntaba cuándo se cerrarían las puertas del salón, que quedaría herméticamente cerrado como si de un cónclave para elegir papa se tratase.

 El banquete transcurría sin incidencias, amenizado por la ronda de oradores que mezclaban deseos de recogimiento espiritual con chistes inocentes y absurdos, solo risibles para iniciados. Con los entrantes y primeros platos ya finiquitados, empezaba la batida de los segundos, cuando de repente algo vino a quebrar la paz del convite. Uno de los camareros, resbaló con unas canicas que algún travieso anónimo había tirado al suelo. Eso hizo trastabillarse a Alberto, que así se llamaba el infeliz, que por más que quiso no pudo evitar que el contenido de su bandeja se fuera al suelo con él. Repleta de alitas de pollo y costillas asadas, estas acabaron esparcidas sobre el brillante suelo y  junto a él un ramequín repleto de salsa barbacoa.

 Rebotando contra el suelo, una y otra vez, como si de una pelota de tenis se tratase, gracias al material plástico de que estaba hecho; aquel bol de mediano tamaño fue describiendo una parábola majestuosa, una órbita irregular, que en apenas un instante pasaba del perigeo, el suelo donde yacía la bandeja y su contenido desparramado, al apogeo, que sobrepasaba con creces el metro de altura, por encima incluso de las mesas. No conforme con eso, la órbita además de irregular, tenía unas dotes de increíble motricidad, desplazando al ramequín volador entre las mesas, como si todas las leyes de la física que explican el movimiento y la inercia se concentrasen en aquel punto. Un movimiento tan grácil, tan pletórico, tan anárquico que en medio de tan ordenado conclave no podía hacer otra cosa que dejar una huella indeleble entre los asistentes al espectáculo, algo de lo que se encargó la salsa barbacoa, que alegre y espontánea, pedía a botes asilo, encontrándolo primero en los manteles color crema, y más tarde en las faldas y zapatos, sin escatimar esfuerzos en dejar su impronta en blusas, corbatas y condecoraciones marciales.

 Martina invirtió las siguientes dos horas de su vida en malgastar Cebralín y en pedir teléfonos a los damnificados para mandar ropa a la tintorería, acompañados de mil disculpas. Cuando despidió al obispo dándole las gracias, y tras pasar a ver cómo estaba Alberto, que desconsolado, ni se atrevía a mirarla cuando le hablaba para darle ánimos, se sentó derrengada en un taburete del bar, y pidió a Lorena que le pusiera un pelotazo. Una sola idea ocupaba su cabeza mientras daba buena cuenta de aquel whisky con soda: pedir un cambio de menaje en cocina. Nada de plástico. Loza que sea todo de loza, de algo que se rompa si se cae al suelo, por favor…



 





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