Sabía que hacía mal, y lo que es peor, sabía que
cuando mirase aquel mensaje de WhatsApp
en el móvil de ella cruzaría un extraño Rubicón.
Ya no habría marcha atrás.
El mensaje era escueto y parecía un criptograma: a las 7 en el 6,9.
A pesar de que lo mandaba una tal Anna, sabía
perfectamente que el autor era Miguel. Una extraña complicidad había nacido
entre él y Marta desde el momento en que se conocieron, un día con las cañas de
después de un partido de pádel al que se incorporaron las parejas de cada cual.
Después de aquello cada vez que hacían alguna reunión, Luis no dejaba de
vigilar a su esposa, y a cada risa que soltaba ella con los comentarios o las
ocurrencias de Miguel, se lo llevaban los demonios. Esos mismos demonios que acabaron
siendo celos, irrefrenables, que empezaron revisando su correo electrónico,
después el listado de llamadas de su móvil y que encontraron la evidencia que
buscaba cuando en el bolso de ella aparecieron unos condones escondidos en uno
de los bolsillos. Entonces supo que el sexo en su cama era a tres bandas. Luis
dedujo que Anna era Miguel, porque aquel era el nombre de una amante que se
había agenciado a través de una página de contactos. Habituado a escuchar las
andanzas amorosas de quien decía no divorciarse por pereza, muchas tardes
después del trabajo tomando una copa en el bar cerca de la oficina, sabía que
el lugar que empleaba de picadero era el viejo y trasnochado Hotel Calipso, en el kilómetro 6.9 de la
carretera de Colmenar.
-Aquí el picha brava muchas luces
no tiene-, se dijo
mientras devolvía el móvil a su sitio después de cerrar el WhatsApp. Marta salía de la ducha. Luis, nervioso, cogió las llaves
del coche y salió de casa después de decirle que iba a la tintorería.
Vale
cariño, nos vemos en casa de tus padres para la cena cuando termine mi curso de
sushi. No te olvides de llevar el vino que compramos ayer…
Luis ya no escuchó esto último. Cerró la puerta.
Bajó las escaleras, incapaz de esperar a que el ascensor llegara para acercarle
al garaje. Condujo durante un cuarto de hora sin saber a dónde iba. Aparcó el
coche en Mateo Inurria y se metió en
el primer bar que encontró. Pidió un Amaretto
con mucho hielo, y mientras miraba el reloj siguiendo el lento y parsimonioso
andar del segundero. Eran las seis y cuarto.
En qué momento se precipitó todo, es algo que ni
entonces ni ahora sabría precisar. Pago la cuenta con un billete de veinte
euros del que no esperó las vueltas, y sin más dilación cogió el coche,
enfilando hacia Plaza de Castilla a gran velocidad. Ni el tráfico ni un posible
radar móvil le disuadieron de levantar el pie del acelerador. En apenas unos
minutos llegó a la entrada del hotel. Para evitar que le vieran pasó de largo,
dejando el coche en un descampado próximo, al abrigo de unos matojos que no lo
hacían visible a primera vista gracias al desnivel del terreno.
Del maletero sacó su rifle de caza con mira
telescópica, que pese haber ido a tres
monterías, no había disparado un solo tiro. Amparado por la oscuridad de
aquella tarde de viernes de enero se acercó sigiloso al hall del hotel, sin
saber qué hacer para averiguar en qué habitación estarían. La recepción vacía
le permitió entrar sin levantar sospechas. Subió al primer piso por las
escaleras y quiso la casualidad que en ese momento la viera a ella entrando en
una habitación. En la 107.
Sudaba copiosamente al tiempo que notaba como el
corazón se le salía por la boca. Sentía que se ahogaba. Vio entonces un cuarto
pequeño que debía usar el servicio para guardar el material de limpieza.
Apoyado contra la pared sin más compañía que una escoba, un recogedor y una
estantería llena de bayetas y botellas de lejía, encendió un cigarrillo,
buscando darse un respiro que la ira que sentía por dentro no le daba. Tiró el
pitillo a medias al suelo, salió con paso lento al pasillo y se acercó a la
puerta de la habitación. Giró el pomo y allí les encontró, desnudos sobre la
cama; ella encima de él a horcajadas y de
espaldas. Luis por un momento se quedó petrificado, contemplando la escena,
escuchando los jadeos de ella acompasados con el ritmo de sus caderas. Solo
cuando sus ojos se encontraron con los de Miguel, salió de su ensimismamiento.
Con la rapidez y precisión de un tirador de élite apunto a la cabeza de ella,
descerrajándole un tiro que entró y salió limpio incrustándose contra la pared.
Con la sangre manando a borbotones de la cabeza reventada de Marta, Luis dio
dos pasos y apuntó a la frente de Miguel que le miraba horrorizado. No tuvo
tiempo de disuadirle. El disparo entró en mitad de su frente, dejando en su
rostro una mueca de sorpresa y de terror.
Fueron unos segundos, pero pasó toda una eternidad,
toda una vida hasta que Luis reaccionó al darse cuenta de lo que había hecho.
El corazón volvió a desbocarse y con él sus piernas que le devolvieron al pasillo
y buscaron instintivamente la escalera de incendios para iniciar la huida. Pese
al ruido de los disparos le dio tiempo a salir antes de que nadie pudiera
verle. Ya fuera con la idea de regresar al coche, bordeó el edificio del hotel,
cuando de repente se encontró con una vieja cabina, iluminada en mitad de la
noche. Sus piernas se bloquearon y pensaron en Marta. Solo entonces se dio
cuenta de que realmente la había matado y se sintió un miserable. Lo que no
había sabido recriminarle de frente, lo resolvió pegándole un tiro de espaldas.
Vencido soltó el rifle en el suelo y entró en la cabina. Pese a llevar su móvil
buscó una moneda en su bolsillo, encontrando una de cincuenta céntimos. Llamó
al 112 y avisó a la policía contando lo sucedido. Dentro de la cabina le encontró
la patrulla que atendió al aviso, sentado en el suelo, llorando amargamente en
mitad de la fría noche, con la única compañía de la luz de esa urna de cristal,
que consiguió iluminarle y a la vez retenerle.
Demasiado tarde.
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