Espera un momento que te arregle
la corbata hijo, Es solo un segundo.
Miguel se
gira y se agacha. Las manos arrugadas de su madre le ajustan el nudo con
delicadeza. Esas manos que se han cuarteado a fuerza de limpiar casas durante
más de cuarenta años. Las mismas que no dejaron de acariciarlo, cuando perdió a
su padre, ni de sostenerlo cuando se hundió en el pozo de la heroína. A Miguel
le entra un escalofrió cuando al terminar de ajustarle el nudo, ella le mira
con dulzura, con esa ternura y ese cariño que solo quien te ha parido puede
expresarte. Esos ojos tristes, hartos de llorar hasta la extenuación, hundidos
en sus cuencas, brillan a pesar de las ojeras y del cansancio que el maquillaje
no consigue ocultar. Están felices. Hoy cumplirán uno de los sueños de su vida:
acompañar a su hijo en el día de su boda.
Matilde se
agarra del brazo de Miguel. Juntos enfilan el camino hasta el improvisado altar
en un jardín rectangular rodeado de muros de pizarra que guarecen a cuatro
olivos que se yerguen imponentes. Dos a cada lado de un viejo pozo que aún
conserva con orgullo su arco con la polea de hierro y su cubo de latón. Pintado
de un blanco inmaculado, se alza orgulloso sobre un césped verde cortado y
cuidado con esmero. Cruzan por un arco adornado de flores, sobre un suelo con
alfombra roja que han llenado de pétalos de flor. Los invitados sentados a uno
y otro lado les miran con alegría.
Allí están todos.
Miembros de la asociación a la que Matilde se dirigió para pedir ayuda. Chicos
jóvenes, muchos de ellos aún universitarios, que inagotables al desaliento, se
encadenaron ante el Ministerio de Justicia, recorrieron todos los medios de
comunicación publicitando su caso y terminaron por hacer una huelga de hambre que
al sexto día consiguió su objetivo. Matilde se aprendió los nombres de todos
ellos. Uno a uno. Nombres que lleva en lo más hondo de su corazón.
Un poco más
adelante ve a Amalio, su abogado. Aceptó llevar el caso sin más objeto que
conseguir que Miguel pasara los últimos meses de su vida en libertad.
Seropositivo, el rápido deterioro de la enfermedad sirvió de argumento para
pedir un indulto que hubo que pelear con firmeza. El juez se mostraba reacio a tramitarlo
y a dar crédito a los informes médicos que declaraban a Miguel enfermo terminal.
Cuando al fin se supo su concesión, lo celebró con un grito a pleno pulmón, que
resonó como un estruendo en los juzgados y casi le cuesta el desacato ante el
tribunal. Nunca un caso le daría menos dinero, y sin embargo más satisfacción
personal.
El equipo médico
que atendió y estabilizó a Miguel, doctores y enfermeras, esperan en la primera
fila. Muestran con una sonrisa pícara la bolsita con el arroz, que desean tirar
a los novios una vez que termine la ceremonia. No tardaron en encariñarse con
Miguel y su novia. Les faltó tiempo para decir si a ser testigos de una
ceremonia que viven con ilusión, con alegría sincera.
Matilde
sonríe a todos. Hoy parece quedar todo atrás. Hoy ven su fin esos años tan
duros salpicados de droga, cárcel y enfermedad. Cuando ya no lo creía posible, llegó
el perdón. Era una nueva oportunidad. Después de cinco años de prisión tras aquél
robo absurdo que terminó con un guardia jurado inválido tras ser empujado y
caer por unas escaleras. Condenó a Miguel a la falta de libertad y a Matilde a
un mundo de silencio y oscuridad que en forma de depresión hizo de sus días un
largo camino en línea recta, donde nada ni nadie parecían sacarle de su
profundo ensimismamiento. Hasta el día en que supo que Miguel tenía sida y que
la enfermedad galopaba. Aquel día algo se reactivó en ella, algo hizo como de palanca
en su interior, y ese camino recto y anodino, volvió a tener vueltas y recovecos.
Volvió a tener luz. Y sintió ganas de hablar, de gritar. Matilde recobró energías y volvió de aquel
pozo oscuro en que cayó para luchar por su hijo. Fue así como contactó con la
asociación. Y la rueda empezó a girar. De nuevo.
Hoy esa rueda
les ha traído aquí. A este pequeño jardín de hotel rural. Y mientras esperan a
la novia, Matilde mira al pozo encalado y se sonríe; también a ellos les han
pintado de blanco, piensa, como si con ello se hubiera borrado el pasado, dejando
el camino expedito para mirar hacia delante sin lastres, aunque ese futuro
tenga fecha de caducidad. No importa.
Suena la
marcha nupcial. La novia ya está aquí. Mientras desfila agarrada del brazo de
su padre y todos se levantan de sus asientos y se giran para verla entrar,
Matilde les mira a ellos y ve a la que considera su verdadera familia. No
tienen su sangre, pero nunca renegaron de su hijo ni de ella. Ellos merecen
compartir este momento. Merecen estar aquí.
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