No deja ser sorprendente cómo en ocasiones, una simple conversación amistosa tomando unas cevezas, en la que se aborda un tema aparentemente trivial, termina tocando algún tema o elemento que provoca reflexión, evoca recuerdos, y remueve en algunos casos mierda, que no por sepultada, deja de estar presente, soltando sus mefíticos efluvios de vez en cuando.
Hay que vivir el presente, suele decirse como máxima irrefutable, pero a veces uno se plantea cuánto de pasado vive con uno mismo, a tenor de sus actos y decisiones.
Cuántos miedos, cuántos trenes perdidos, cuantas dudas que atornillan al suelo e inmovilizan. Cuantas decisiones que decepcionan al entorno, y lo que es peor, también a uno mismo.
Ayer en esa conversación con una amiga, salía a colación la importancia del dinero en la vida de cada cual. La importancia de ser ambiciosos, aunque sea en su justa medida, de tener dinero como fuente de seguridad más que de posesión. Como remanente que prolonga la vida a base de inyectar tranquilidad a futuro.
Y entonces se reactivaron en mi interior mis intrigas atávicas existenciales, esas que me retrotraen a una infancia de vaivenes emocionales y materiales, que han hecho de mi, este aspirante a misántropo contenido, carente de ambiciones económicas y profesionales, para sorpresa y malestar de muchos de mis conocidos.
Somos, cada vez lo tengo más claro, un bagaje, una suma de muchas cosas, un puzzle que atesora infinidad de piezas que sólo nosotros conocemos, y a veces ni eso. Y con esos mimbres tenemos que construir el día a día a golpe de actos que se escriben sobre la marcha.
Algún día me animaré a compartir mis reflexiones sobre lo material y el dinero, y el lugar que ocupan en mi vida. Baste por ahora significar, que la charla de ayer ha levantado esa alfombra llena de polvo de mi fuero interno, y, a buen seguro, ha debido de remover algo, porque estoy inquieto, Qué cosas, qué vida esta, en que en cada momento puede ocurrir algo que haga cuestionarse las cosas, esas mismas que se dan por sentadas.
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