Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




martes, 26 de junio de 2018

La niña que perdió sus zapatos



Me acuerdo muchas veces de mi pueblo, especialmente de cuando era una cría.

Es curioso cómo cambia la percepción del tiempo, qué lento pasa cuando eres una niña, y qué deprisa lo hace cuando te haces mayor. Recuerdo los veranos que no se acababan nunca, especialmente las tardes con su calor seco de la meseta, donde solo las chicharras se atrevían a romper el silencio de las siestas a oscuras.

Pasaba los días enteros andando descalza. No me importaba clavarme la gravilla,  ni las piedras al andar, que se me pegara algún chicle abandonado que se había reblandecido por el calor, ni volver a casa con las plantas de los pies negras como un tizón. 

Los veranos eran para ir descalza. Si viviera en un sitio donde siempre hiciera calor, nunca llevaría zapatos, pensaba. 

Recuerdo el dibujo de todos los suelos que pisaban mis pies, especialmente las baldosas rasposas de la casa de mi abuelo, con dibujos a cuadrados de color marrón y negro que al mirarlos fijamente hacia que te marearas. También los bordes de las aceras de la calle, de tamaño irregular que despostillados de tantos años de uso, me provocaron más de un corte en mis correrías. 

De entre todos los suelos que pisaba el que más me gustaba era el de los soportales de la zona vieja, justo donde estaban las pocas tiendas que tenía el pueblo. Quien sabe cuántos años llevarían esas piedras ahí y cuántas pisadas habrían visto pasar. A mis amigas y a mí nos gustaba porque estaban frías, muy frías y era un alivio, especialmente después de cruzar toda la plaza corriendo para evitar los pinchazos de los cantos rodados. Quitaban el calor casi al instante. Cuando se lo contaba a mi madre no lo entendía, pero para nosotras era mejor que bajar al río, mucho más divertido.

Era un suelo de piedra cortada en bloques de gran tamaño; en los resquicios entre piedra y piedra a veces veíamos salir hormigas, y otras veces metíamos las colillas y otras cosas que encontrábamos tiradas por el suelo.

Eran nuestros pequeños tesoros. Allí estaban a buen recaudo.

Con los años en mi vida he ido guardando muchas cosas. Siempre que guardo algo siento que lo meto en una de esas rendijas. Allí están seguras. 

Un día caminando sola sin mis amigas por los soportales vi como una señora me miraba de arriba abajo con una mueca rara que no entendía.

-       ¿Por qué vas descalza siempre,  es que has perdido tus zapatos?, me dijo
.
Aquella señora vestida de un negro riguroso que con sólo verla daba calor, salía siempre a la calle con unas pantuflas de invierno. Sin pensarlo me atreví a decirle:

-       Es que está muy fresquito el suelo. ¿Ha probado a descalzarse usted y comprobarlo?

Tal vez porque no se lo esperaba, o porque le hizo gracia lo que le dije, soltó una carcajada. Fue la primera vez que le vi reír y conmigo muchos que la conocían. 

Aquella mujer tenía fama de gruñona y mal hablada. Desde que había enviudado se había encerrado en su casa a cal y canto y llevaba el luto más allá de lo que mostraban sus ajadas ropas.  

Nos hicimos amigas. Desde entonces la vi a menudo por los soportales, y cada vez que nos encontrábamos me regalaba una sonrisa y tenía algún chuche para mí. Más tarde supe que me llamaba la niña que perdió sus zapatos y que gracias a eso encontró en mi inocencia por primera vez en muchos años, una razón para sonreír.








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