Alzó la cabeza
para mirar el reloj de esfera colgado de la pared. Faltaban diez minutos para
las once. Con el bar vacío Ernesto comenzó a contar billetes. Apostaba
mentalmente a cuánto ascendería la recaudación final, una vez que terminara de
hacer el arqueo de caja del día.
Le vio entrar por la puerta. Su viejo maletín de
cuero parecía más abultado de lo normal. Con parsimonia lo dejó caer sobre el
taburete de la esquina, allí donde tenía por costumbre ocupar su trozo de
barra.
¿Qué te pongo, Lauren, un ponche con Coca-Cola?
Asintió sin mucha convicción. Mientras rebuscaba en
la cubitera dos piedras de hielo en condiciones, observaba como se desanudaba el nudo de la corbata, buscando la
manera de coger aire. Sudaba con desmesura.
Mientras escanciaba el ponche que hacía espuma en
los hielos, miraba extrañado a Lauren, cuya apariencia era más desastrada de lo
habitual.
-
¿Te
encuentras bien?
Le respondió con otro tenue cabeceo. Desde que dos
años atrás le viera aparecer por la puerta, por primera vez, aquella esquina de
la barra se había convertido en una especie de confesionario, donde a última hora
del día Lauren se desahogaba contándole sus penas.
Pero aquella noche nada era como siempre; no tocaba
hablar de Clara, su esposa a ratos, de cuyas rupturas, reconciliaciones, y sospechas
de infidelidades, aquella barra sabía mucho. Lauren puso el viejo maletín de
cuero gastado en la barra y con cuidado abrió el cierre metálico. Cuando sacó
la mano de su interior lo hizo con una pistola
.
Ernesto miraba incrédulo, hipnotizado por un momento
con el brillo del cañón del arma. Alzó la cabeza y cruzó sus ojos con los de
Lauren que le miraban fijamente.
-
¿Qué
pretendes hacer con eso?
Lauren le miraba inquisitivamente. El sudor y los
nervios de la entrada se habían evaporado.
-
La
he matado.
Aquello vino seguido de un silencio pesado, tan solo
interrumpido por los sonidos de la máquina tragaperras. Mientras esperaba algún
tipo de respuesta, Lauren bebía acompasadamente de su copa, dando largos tragos
que parecía saborear con gusto. Pronto el vaso quedo vacío, dejando desnudo el
soniquete de los hielos huérfanos contra el cristal. Como Ernesto no parecía
reaccionar, dijo:
-
He
pensado que mientras me cuentas cuanto tiempo llevas acostándote con Clara
podrías ponerme otro, ¿no?
Obedeció. Cuando le dio la espalda para ir a la estantería
a por la botella, escuchó como el seguro de la pistola cedía con un clic, y el
cañón y su sonido metálico corrían para volver a cargar el arma.
Despacio Ernesto se dio la vuelta. Lauren le
apuntaba cogiendo la pistola con las dos manos. Un escalofrío le corrió la
espalda. La botella de ponche se le escurrió de las manos y cayó al suelo. Era
un duelo desigual. El olor dulzón del alcohol que liberaba la botella rota en
el suelo pronto se adueñó del local.
Ernesto era ahora el que sudaba, al tiempo que
notaba como la boca se le volvía pastosa, como si la saliva hubiera desaparecido
de ella. Con voz entrecortada acertó a decir:
-
¿Cómo
lo has sabido?
Sin apenas moverse, sin dejar de apuntar, Lauren fue
claro:
-
El
olor de la lejía que usas en tus bayetas; encontré un pañuelo tirado en el cubo
de la basura de casa. Alguien debió limpiarse en él… Ese olor solo lo he
conocido aquí, en tu bar.
Acto seguido comenzó a disparar. Vació el cargador.
Una bala le acertó de lleno en la cabeza. Ernesto cayó desplomado al suelo, con
una mueca de sorpresa que quedó grabada en su rostro. Sin prisa alguna guardó
el arma y el vaso del que había bebido en el maletín. Salió del local. Afuera
hacia un bochorno que pronto le hizo sudar de nuevo. Sacó del bolsillo el
pañuelo con olor a lejía. Mientras se quitaba el sudor de la frente con él,
sintió que aquel trapo había desinfectado su cabeza de la ponzoña de los celos.
Por fin.
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